Bienvenidos!!

Iniciamos el blog, con una pequeña explicación del significado de Siervo de Yahveh.

He escogido este nombre puesto que el Blog pretende recoger reflexiones e información que me resulta de gran interés, como la relación entre el cristianismo y el judaismo, profundizar en las raices judias, tradiciones, significados y misdrash, asi como el significado de los diferentes lugares de tierra santa, llamada también "El Quinto Evangelio".

También la vida de los primeros cristianos y apóstoles, con especial interés en San Pablo, dado que estamos en el año paulino y que es mi patrón.

No quiero tampoco olvidar la evangelización, el anuncio del kerigma (buena noticia), las personas que se dedican a ayudar a los pobres, de espíritu y de bienes.

Pretendo recoger en el blog, todo aquello que me resulta de interés dentro de los temas anteriormente comentados.

Es posible que haga alusiones al Camino Neocatecumenal, itinerario de formación permanente en la fe, en el que empecé hace ya muchos años. Utilizaré un vocabulario conocido para los hermanos del camino neocatecumenal (que es el vocabulario que tengo) .Quiero dejar constancia que el blog no es un blog del Camino Neocatecumenal ni sobre el Camino Neocatecumenal ni sobre Kiko Argüello, Carmen Hernández ni el Padre Mario, si no que es tan solo un blog personal de mi, un catecúmeno.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Catequesis San Pablo XVI: El papel de los sacramentos

Audiencia General - Miércoles 10 de diciembre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Siguiendo a san Pablo, en la catequesis del miércoles pasado vimos dos datos. El primero es que nuestra historia humana, desde sus inicios, está contaminada por el abuso de la libertad creada, que quiere emanciparse de la Voluntad divina. Y así no encuentra la verdadera libertad, sino que se opone a la verdad y, en consecuencia, falsifica nuestras realidades humanas. Y falsifica sobre todo las relaciones fundamentales: la relación con Dios, la relación entre hombre y mujer, y la relación entre el hombre y la tierra. Dijimos que esta contaminación de nuestra historia se difunde en todo su entramado y que este defecto heredado fue aumentando y ahora es visible por doquier. Este era el primer dato.

El segundo es este: de san Pablo hemos aprendido que en Jesucristo, que es hombre y Dios, existe un nuevo inicio en la historia y de la historia. Con Jesús, que viene de Dios, comienza una nueva historia formada por su sí al Padre y, por eso, no fundada en la soberbia de una falsa emancipación, sino en el amor y en la verdad.

Pero ahora se plantea la cuestión: ¿Cómo podemos entrar nosotros en este nuevo inicio, en esta nueva historia? ¿Cómo me llega a mí esta nueva historia? A la primera historia contaminada estamos vinculados inevitablemente por nuestra descendencia biológica, pues todos pertenecemos al único cuerpo de la humanidad. Pero, ¿cómo se realiza la comunión con Jesús, el nuevo nacimiento para entrar a formar parte de la nueva humanidad? ¿Cómo llega Jesús a mi vida, a mi ser? La respuesta fundamental de san Pablo, de todo el Nuevo Testamento, es esta: llega por obra del Espíritu Santo. Si la primera historia se pone en marcha, por decirlo así, con la biología, la segunda la pone en marcha el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo resucitado. Este Espíritu creó en Pentecostés el inicio de la nueva humanidad, de la nueva comunidad, la Iglesia, el Cuerpo de Cristo.

Pero debemos ser aún más concretos: este Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo, ¿cómo puede llegar a ser Espíritu mío? La respuesta es lo que acontece de tres modos, íntimamente relacionados entre sí. El primero es: el Espíritu de Cristo llama a las puertas de mi corazón, me toca en mi interior. Pero, dado que la nueva humanidad debe ser un verdadero cuerpo; dado que el Espíritu debe reunirnos y crear realmente una comunidad; dado que es característico del nuevo inicio superar las divisiones y crear la agregación de los elementos dispersos, este Espíritu de Cristo se sirve de dos elementos de agregación visible: de la Palabra del anuncio y de los sacramentos, en particular el Bautismo y la Eucaristía.

En la carta a los Romanos dice san Pablo: "Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo" (Rm 10, 9), es decir, entrarás en la nueva historia, historia de vida y no de muerte. Luego san Pablo prosigue: "Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?" (Rm 10, 14-15). Y dos versículos después añade: "La fe viene de la escucha" (Rm 10, 17).

Así pues, la fe no es producto de nuestro pensamiento, de nuestra reflexión; es algo nuevo, que no podemos inventar, sino que recibimos como don, como una novedad producida por Dios. Y la fe no viene de la lectura, sino de la escucha. No es algo sólo interior, sino una relación con Alguien. Supone un encuentro con el anuncio, supone la existencia de otro que anuncia y crea comunión.

Y, por último, el anuncio: el que anuncia no habla en nombre propio, sino que es enviado. Está dentro de una estructura de misión que comienza con Jesús, enviado por el Padre; pasa por los Apóstoles —la palabra apóstoles significa precisamente "enviados"—; y prosigue en el ministerio, en las misiones transmitidas por los Apóstoles. El nuevo entramado de la historia se manifiesta en esta estructura de las misiones, en la que en definitiva escuchamos que nos habla Dios mismo, su Palabra personal; el Hijo habla con nosotros, llega hasta nosotros. La Palabra se hizo carne, Jesús, para crear realmente una nueva humanidad. Por eso, la palabra del anuncio se transforma en sacramento en el Bautismo, que es volver a nacer del agua y del Espíritu, como dirá san Juan.

En el capítulo sexto de la carta a los Romanos, san Pablo habla del Bautismo de un modo muy profundo. Hemos escuchado el texto. Pero tal vez conviene repetirlo: "¿Ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el Bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva" (Rm 6, 3-4).

Naturalmente, en esta catequesis no puedo entrar en una interpretación detallada de este texto no fácil. Sólo quiero notar brevemente tres datos. El primero: "Hemos sido bautizados" es voz pasiva. Nadie puede bautizarse a sí mismo, necesita a otro. Nadie puede hacerse cristiano por sí mismo. Llegar a ser cristianos es un proceso pasivo. Sólo otro nos puede hacer cristianos. Y este "otro" que nos hace cristianos, que nos da el don de la fe, es en primera instancia la comunidad de los creyentes, la Iglesia. De la Iglesia recibimos la fe, el Bautismo. Si no nos dejamos formar por esta comunidad, no llegamos a ser cristianos. Un cristianismo autónomo, auto-producido, es una contradicción en sí mismo.

Como acabo de decir, en primera instancia, este "otro" es la comunidad de los creyentes, la Iglesia; pero en segunda instancia, esta comunidad tampoco actúa por sí misma, no actúa según sus propias ideas y deseos. También la comunidad vive en el mismo proceso pasivo: sólo Cristo puede constituir a la Iglesia. Cristo es el verdadero donante de los sacramentos. Este es el primer punto: nadie se bautiza a sí mismo; nadie se hace a sí mismo cristiano. Cristianos se llega a ser.

El segundo dato es este: el Bautismo es algo más que un baño. Es muerte y resurrección. San Pablo mismo, en la carta a los Gálatas, hablando del viraje de su vida que se produjo en el encuentro con Cristo resucitado, lo describe con la palabra: "estoy muerto". En ese momento comienza realmente una nueva vida. Llegar a ser cristianos es algo más que una operación cosmética, que añadiría algo de belleza a una existencia ya más o menos completa. Es un nuevo inicio, es volver a nacer: muerte y resurrección. Obviamente, en la resurrección vuelve a emerger lo que había de bueno en la existencia anterior.

El tercer dato es: la materia forma parte del sacramento. El cristianismo no es una realidad puramente espiritual. Implica el cuerpo. Implica el cosmos. Se extiende hacia la nueva tierra y los nuevos cielos. Volvamos a las últimas palabras del texto de san Pablo: así —dice— podemos "caminar en una vida nueva". Se trata de un punto de examen de conciencia para todos nosotros: caminar en una vida nueva. Esto por el Bautismo.

Pasemos ahora al sacramento de la Eucaristía. En otras catequesis ya he puesto de relieve el profundo respeto con el que san Pablo transmite verbalmente la tradición sobre la Eucaristía, que recibió de los mismos testigos de la última noche. Transmite esas palabras como un valioso tesoro encomendado a su fidelidad. Así, en esas palabras escuchamos realmente a los testigos de la última noche. Escuchemos las palabras del Apóstol: "Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía". Asimismo, después de cenar, tomó el cáliz diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces lo bebáis, hacedlo en memoria mía"" (1 Co 11, 23-25). Es un texto inagotable.

También aquí, en esta catequesis, hago sólo dos observaciones. San Pablo transmite las palabras del Señor sobre el cáliz así: este cáliz es "la nueva alianza en mi sangre". En estas palabras se esconde una alusión a dos textos fundamentales del Antiguo Testamento. En primer lugar se alude a la promesa de una nueva alianza en el Libro del profeta Jeremías. Jesús dice a los discípulos y nos dice a nosotros: ahora, en esta hora, conmigo y con mi muerte se realiza la nueva alianza; con mi sangre comienza en el mundo esta nueva historia de la humanidad.

Pero en esas palabras también se encuentra una alusión al momento de la alianza del Sinaí, donde Moisés dijo: "Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros, según todas estas palabras" (Ex 24, 8). Allí se trataba de sangre de animales. La sangre de animales sólo podía ser expresión de un deseo, espera del verdadero sacrificio, del verdadero culto. Con el don del cáliz el Señor nos da el verdadero sacrificio. El único sacrificio verdadero es el amor del Hijo. Con el don de este amor, un amor eterno, el mundo entra en la nueva alianza. Celebrar la Eucaristía significa que Cristo se nos da a sí mismo, nos da su amor, para conformarnos a sí mismo y para crear así el mundo nuevo.

El segundo aspecto importante de la doctrina sobre la Eucaristía se encuentra también en la primera carta a los Corintios donde san Pablo dice: "El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque, dado que hay un solo pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan" (1 Co 10, 16-17). En estas palabras se ponen de manifiesto a la vez el carácter personal y el carácter social del sacramento de la Eucaristía.

Cristo se une personalmente a cada uno de nosotros, pero el mismo Cristo se une también al hombre y a la mujer que están a mi lado. Y el pan es para mí y también para los otros. De este modo Cristo nos une a todos a sí, y nos une a todos nosotros, unos con otros. En la Comunión recibimos a Cristo. Pero Cristo se une también a mi prójimo. Cristo y el prójimo son inseparables en la Eucaristía. Así, todos somos un solo pan, un solo cuerpo. Una Eucaristía sin solidaridad con los demás es un abuso. Y aquí estamos también en la raíz y a la vez en el centro de la doctrina sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo, de Cristo resucitado.

Veamos también todo el realismo de esta doctrina. En la Eucaristía Cristo nos da su cuerpo, se da a sí mismo en su cuerpo y así nos transforma en su cuerpo, nos une a su cuerpo resucitado. Cuando el hombre come pan normal, por el proceso de la digestión ese pan se convierte en parte de su cuerpo, transformado en sustancia de vida humana. Pero en la sagrada Comunión se realiza el proceso inverso. Cristo, el Señor, nos asimila a sí, nos introduce en su Cuerpo glorioso y así todos juntos llegamos a ser su Cuerpo.

Quien lee solamente el capítulo 12 de la primera carta a los Corintios y el capítulo 12 de la carta a los Romanos podría pensar que las palabras sobre el Cuerpo de Cristo como organismo de los carismas constituyen sólo una especie de parábola sociológico-teológica. En realidad, en el ámbito romano de la política, el Estado mismo usaba esta parábola del cuerpo con miembros diversos que forman una unidad, para decir que el Estado es un organismo en el que cada uno tiene una función, que la multiplicidad y la diversidad de funciones forman un cuerpo y en él cada uno tiene su lugar.

Leyendo solamente el capítulo 12 de la primera carta a los Corintios, se podría pensar que san Pablo se limita a aplicar esto a la Iglesia, que también se trata sólo de una concepción sociológica de la Iglesia. Pero, teniendo presente también el capítulo 10, vemos que el realismo de la Iglesia es muy diferente, mucho más profundo y verdadero que el de un Estado-organismo. Porque Cristo da realmente su cuerpo y nos hace su cuerpo. Llegamos a estar realmente unidos al Cuerpo resucitado de Cristo, y así unidos unos a otros. La Iglesia no es sólo una corporación como el Estado, es un cuerpo. No es simplemente una organización, sino un verdadero organismo.

Por último, añado unas pocas palabras sobre el sacramento del Matrimonio. En la carta a los Corintios se encuentran sólo algunas alusiones, mientras que la carta a los Efesios desarrolló realmente una profunda teología del Matrimonio. En ella san Pablo define el Matrimonio: un "gran misterio". Lo dice "respecto a Cristo y la Iglesia" (Ef 5, 32). Conviene notar en este paso una reciprocidad que se configura en una dimensión vertical. La sumisión mutua debe adoptar el lenguaje del amor, cuyo modelo es el amor de Cristo a la Iglesia. Esta relación entre Cristo y la Iglesia hace que tenga prioridad el aspecto teologal del amor matrimonial, exalta la relación afectiva entre los esposos.

Un auténtico matrimonio se vivirá bien si en el crecimiento humano y afectivo constante los esposos se esfuerzan por mantenerse siempre unidos a la eficacia de la Palabra y al significado del Bautismo. Cristo ha santificado a la Iglesia, purificándola por medio del baño del agua, acompañado por la Palabra. La participación en el cuerpo y la sangre del Señor no hace más que fortificar, además de visualizar, una unión hecha indisoluble por la gracia.

Yal final escuchemos las palabras de san Pablo a los Filipenses: "El Señor está cerca" (Flp 4, 5). Me parece que hemos entendido que, mediante la Palabra y los sacramentos, en toda nuestra vida el Señor está cerca. Pidámosle que esta cercanía siempre nos toque en lo más íntimo de nuestro ser, a fin de que nazca la alegría, la alegría que nace cuando Jesús está realmente cerca.

Fuente: Vaticano (ES) (IT) (EN)

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Catequesis San Pablo XV: El pecado original en la enseñanza de san Pablo

Audiencia General - Miércoles 3 de diciembre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy trataremos sobre las relaciones entre Adán y Cristo, delineadas por san Pablo en la conocida página de la carta a los Romanos (Rm 5, 12-21), en la que entrega a la Iglesia las líneas esenciales de la doctrina sobre el pecado original. En verdad, ya en la primera carta a los Corintios, tratando sobre la fe en la resurrección, san Pablo había introducido la confrontación entre el primer padre y Cristo: "Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. (...) Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida" (1 Co 15, 22.45). Con Rm 5, 12-21 la confrontación entre Cristo y Adán se hace más articulada e iluminadora: san Pablo recorre la historia de la salvación desde Adán hasta la Ley y desde esta hasta Cristo. En el centro de la escena no se encuentra Adán, con las consecuencias del pecado sobre la humanidad, sino Jesucristo y la gracia que, mediante él, ha sido derramada abundantemente sobre la humanidad. La repetición del "mucho más" referido a Cristo subraya cómo el don recibido en él sobrepasa con mucho al pecado de Adán y sus consecuencias sobre la humanidad, hasta el punto de que san Pablo puede llegar a la conclusión: "Pero donde abundó el pecado sobreabundó la gracia" (Rm 5, 20). Por tanto, la confrontación que san Pablo traza entre Adán y Cristo pone de manifiesto la inferioridad del primer hombre respecto a la superioridad del segundo.

Por otro lado, para poner de relieve el inconmensurable don de la gracia, en Cristo, san Pablo alude al pecado de Adán: se podría decir que, si no hubiera sido para demostrar la centralidad de la gracia, él no se habría entretenido en hablar del pecado que "a causa de un solo hombre entró en el mundo y, con el pecado, la muerte" (Rm 5, 12). Por eso, si en la fe de la Iglesia ha madurado la conciencia del dogma del pecado original, es porque este está inseparablemente vinculado a otro dogma, el de la salvación y la libertad en Cristo. Como consecuencia, nunca deberíamos tratar sobre el pecado de Adán y de la humanidad separándolos del contexto de la salvación, es decir, sin situarlos en el horizonte de la justificación en Cristo.

Pero, como hombres de hoy, debemos preguntarnos: ¿Qué es el pecado original? ¿Qué enseña san Pablo? ¿Qué enseña la Iglesia? ¿Es sostenible también hoy esta doctrina? Muchos piensan que, a la luz de la historia de la evolución, no habría ya lugar para la doctrina de un primer pecado, que después se difundiría en toda la historia de la humanidad. Y, en consecuencia, también la cuestión de la Redención y del Redentor perdería su fundamento. Por tanto: ¿existe el pecado original o no?

Para poder responder debemos distinguir dos aspectos de la doctrina sobre el pecado original. Existe un aspecto empírico, es decir, una realidad concreta, visible —yo diría, tangible— para todos; y un aspecto misterioso, que concierne al fundamento ontológico de este hecho. El dato empírico es que existe una contradicción en nuestro ser. Por una parte, todo hombre sabe que debe hacer el bien e íntimamente también lo quiere hacer. Pero, al mismo tiempo, siente otro impulso a hacer lo contrario, a seguir el camino del egoísmo, de la violencia, a hacer sólo lo que le agrada, aun sabiendo que así actúa contra el bien, contra Dios y contra el prójimo.

San Pablo en su carta a los Romanos expresó esta contradicción en nuestro ser con estas palabras: "Querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero" (Rm 7, 18-19). Esta contradicción interior de nuestro ser no es una teoría. Cada uno de nosotros la experimenta todos los días. Y sobre todo vemos siempre cómo en torno a nosotros prevalece esta segunda voluntad. Basta pensar en las noticias diarias sobre injusticias, violencia, mentira, lujuria. Lo vemos cada día: es un hecho.

Como consecuencia de este poder del mal en nuestra alma, se ha desarrollado en la historia un río sucio, que envenena la geografía de la historia humana. El gran pensador francés Blaise Pascal habló de una "segunda naturaleza", que se superpone a nuestra naturaleza originaria, buena. Esta "segunda naturaleza" nos presenta el mal como algo normal para el hombre. Así también la típica expresión "esto es humano" tiene un doble significado. "Esto es humano" puede querer decir: este hombre es bueno, realmente actúa como debería actuar un hombre. Pero "esto es humano" puede también querer decir algo falso: el mal es normal, es humano. El mal parece haberse convertido en una segunda naturaleza. Esta contradicción del ser humano, de nuestra historia, debe provocar, y provoca también hoy, el deseo de redención. En realidad, el deseo de que el mundo cambie y la promesa de que se creará un mundo de justicia, de paz y de bien, está presente en todas partes: por ejemplo, en la política todos hablan de la necesidad de cambiar el mundo, de crear un mundo más justo. Y precisamente esto es expresión del deseo de que haya una liberación de la contradicción que experimentamos en nosotros mismos.

Por tanto, el hecho del poder del mal en el corazón humano y en la historia humana es innegable. La cuestión es: ¿Cómo se explica este mal? En la historia del pensamiento, prescindiendo de la fe cristiana, existe un modelo principal de explicación, con algunas variaciones. Este modelo dice: el ser mismo es contradictorio, lleva en sí tanto el bien como el mal. En la antigüedad esta idea implicaba la opinión de que existían dos principios igualmente originarios: un principio bueno y un principio malo. Este dualismo sería insuperable: los dos principios están al mismo nivel, y por ello existirá siempre, desde el origen del ser, esta contradicción. Así pues, la contradicción de nuestro ser reflejaría sólo la contrariedad de los dos principios divinos, por decirlo así.

En la versión evolucionista, atea, del mundo vuelve de un modo nuevo esa misma visión. Aunque, en esa concepción, la visión del ser es monista, se supone que el ser como tal desde el principio lleva en sí el bien y el mal. El ser mismo no es simplemente bueno, sino abierto al bien y al mal. El mal es tan originario como el bien. Y la historia humana desarrollaría solamente el modelo ya presente en toda la evolución precedente. Lo que los cristianos llaman pecado original sólo sería en realidad el carácter mixto del ser, una mezcla de bien y de mal que, según esta teoría, pertenecería a la naturaleza misma del ser. En el fondo, es una visión desesperada: si es así, el mal es invencible. Al final sólo cuenta el propio interés. Y todo progreso habría que pagarlo necesariamente con un río de mal, y quien quisiera servir al progreso debería aceptar pagar este precio. La política, en el fondo, está planteada sobre estas premisas, y vemos sus efectos. Este pensamiento moderno, al final, sólo puede crear tristeza y cinismo.

Así, preguntamos de nuevo: ¿Qué dice la fe, atestiguada por san Pablo? Como primer punto, la fe confirma el hecho de la competición entre ambas naturalezas, el hecho de este mal cuya sombra pesa sobre toda la creación. Hemos escuchado el capítulo 7 de la carta a los Romanos, pero podríamos añadir el capítulo 8. El mal existe, sencillamente. Como explicación, en contraste con los dualismos y los monismos que hemos considerado brevemente y que nos han parecido desoladores, la fe nos dice: existen dos misterios de luz y un misterio de noche, que sin embargo está rodeado por los misterios de luz. El primer misterio de luz es este: la fe nos dice que no hay dos principios, uno bueno y uno malo, sino que hay un solo principio, el Dios creador, y este principio es bueno, sólo bueno, sin sombra de mal. Por eso, tampoco el ser es una mezcla de bien y de mal; el ser como tal es bueno y por eso es un bien existir, es un bien vivir. Este es el gozoso anuncio de la fe: sólo hay una fuente buena, el Creador. Así pues, vivir es un bien; ser hombre, mujer, es algo bueno; la vida es un bien. Después sigue un misterio de oscuridad, de noche. El mal no viene de la fuente del ser mismo, no es igualmente originario. El mal viene de una libertad creada, de una libertad que abusa.

¿Cómo ha sido posible, cómo ha sucedido? Esto permanece oscuro. El mal no es lógico. Sólo Dios y el bien son lógicos, son luz. El mal permanece misterioso. Se lo representa con grandes imágenes, como lo hace el capítulo 3 del Génesis, con la visión de los dos árboles, de la serpiente, del hombre pecador. Una gran imagen que nos hace adivinar, pero que no puede explicar lo que es en sí mismo ilógico. Podemos adivinar, no explicar; ni siquiera podemos narrarlo como un hecho junto a otro, porque es una realidad más profunda. Sigue siendo un misterio de oscuridad, de noche.

Pero se le añade inmediatamente un misterio de luz. El mal viene de una fuente subordinada. Dios con su luz es más fuerte. Por eso, el mal puede ser superado. Por eso la criatura, el hombre, es curable. Las visiones dualistas, incluido el monismo del evolucionismo, no pueden decir que el hombre es curable; pero si el mal procede sólo de una fuente subordinada, es cierto que el hombre puede curarse. Y el libro de la Sabiduría dice: "Las criaturas del mundo son saludables" (Sb 1, 14).

Y finalmente, como último punto, el hombre no sólo se puede curar, de hecho está curado. Dios ha introducido la curación. Ha entrado personalmente en la historia. A la permanente fuente del mal ha opuesto una fuente de puro bien. Cristo crucificado y resucitado, nuevo Adán, opone al río sucio del mal un río de luz. Y este río está presente en la historia: son los santos, los grandes santos, pero también los santos humildes, los simples fieles. El río de luz que procede de Cristo está presente, es poderoso.

Hermanos y hermanas, es tiempo de Adviento. En el lenguaje de la Iglesia la palabra Adviento tiene dos significados: presencia y espera. Presencia: la luz está presente, Cristo es el nuevo Adán, está con nosotros y en medio de nosotros. Ya brilla la luz y debemos abrir los ojos del corazón para verla, para introducirnos en el río de la luz. Sobre todo, debemos agradecer el hecho de que Dios mismo ha entrado en la historia como nueva fuente de bien. Pero Adviento quiere decir también espera. La noche oscura del mal es aún fuerte. Por ello rezamos en Adviento con el antiguo pueblo de Dios: "Rorate caeli desuper". Y oramos con insistencia: Ven Jesús; ven, da fuerza a la luz y al bien; ven a donde domina la mentira, la ignorancia de Dios, la violencia, la injusticia; ven, Señor Jesús, da fuerza al bien en el mundo y ayúdanos a ser portadores de tu luz, agentes de paz, testigos de la verdad. ¡Ven, Señor Jesús!

Fuente: Vaticano (ES) (IT) (EN)

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Catequesis San Pablo XIV: La doctrina de la justificación. De la fe a las obras

Audiencia General - Miércoles 26 de noviembre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis del miércoles pasado hablé de la cuestión de cómo el hombre llega a ser justo ante Dios. Siguiendo a san Pablo, hemos visto que el hombre no es capaz de ser "justo" con sus propias acciones, sino que realmente sólo puede llegar a ser "justo" ante Dios porque Dios le confiere su "justicia" uniéndolo a Cristo, su Hijo. Y esta unión con Cristo, el hombre la obtiene mediante la fe. En este sentido, san Pablo nos dice: no son nuestras obras, sino la fe la que nos hace "justos".

Sin embargo, esta fe no es un pensamiento, una opinión o una idea. Esta fe es comunión con Cristo, que el Señor nos concede y por eso se convierte en vida, en conformidad con él. O, con otras palabras, la fe, si es verdadera, si es real, se convierte en amor, se convierte en caridad, se expresa en la caridad. Una fe sin caridad, sin este fruto, no sería verdadera fe. Sería fe muerta.

Por tanto, en la última catequesis encontramos dos niveles: el de la irrelevancia de nuestras acciones, de nuestras obras para alcanzar la salvación, y el de la "justificación" mediante la fe que produce el fruto del Espíritu. Confundir estos dos niveles ha causado, en el transcurso de los siglos, no pocos malentendidos en la cristiandad. En este contexto es importante que san Pablo, en la misma carta a los Gálatas, por una parte, ponga el acento de forma radical en la gratuidad de la justificación no por nuestras obras, pero que, al mismo tiempo, subraye también la relación entre la fe y la caridad, entre la fe y las obras: "En Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad" (Ga 5, 6). En consecuencia, por una parte, están las "obras de la carne" que son "fornicación, impureza, libertinaje, idolatría..." (cf. Ga 5, 19-21): todas obras contrarias a la fe; y, por otra, está la acción del Espíritu Santo, que alimenta la vida cristiana suscitando "amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5, 22-23): estos son los frutos del Espíritu que brotan de la fe.

Al inicio de esta lista de virtudes se cita al agapé, el amor; y, en la conclusión, el dominio de sí. En realidad, el Espíritu, que es el Amor del Padre y del Hijo, derrama su primer don, el agapé, en nuestros corazones (cf. Rm 5, 5); y el agapé, el amor, para expresarse en plenitud exige el dominio de sí. Sobre el amor del Padre y del Hijo, que nos alcanza y transforma profundamente nuestra existencia, traté también en mi primera encíclica: Deus caritas est. Los creyentes saben que en el amor mutuo se encarna el amor de Dios y de Cristo, por medio del Espíritu.

Volvamos a la carta a los Gálatas. Aquí san Pablo dice que los creyentes, soportándose mutuamente, cumplen el mandamiento del amor (cf. Ga 6, 2). Justificados por el don de la fe en Cristo, estamos llamados a vivir amando a Cristo en el prójimo, porque según este criterio seremos juzgados al final de nuestra existencia. En realidad, san Pablo no hace sino repetir lo que había dicho Jesús mismo y que nos recordó el Evangelio del domingo pasado, en la parábola del Juicio final.

En la primera carta a los Corintios, san Pablo hace un célebre elogio del amor. Es el llamado "himno a la caridad": "Aunque hablara las lenguas de los hombre y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. (...) La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés..." (1 Co 13, 1. 4-5). El amor cristiano es muy exigente porque brota del amor total de Cristo por nosotros: el amor que nos reclama, nos acoge, nos abraza, nos sostiene, hasta atormentarnos, porque nos obliga a no vivir ya para nosotros mismos, encerrados en nuestro egoísmo, sino para "Aquel que ha muerto y resucitado por nosotros" (cf. 2 Co 5, 15). El amor de Cristo nos hace ser en él la criatura nueva (cf. 2 Co 5, 17) que entra a formar parte de su Cuerpo místico, que es la Iglesia.

Desde esta perspectiva, la centralidad de la justificación sin las obras, objeto primario de la predicación de san Pablo, no está en contradicción con la fe que actúa en el amor; al contrario, exige que nuestra misma fe se exprese en una vida según el Espíritu. A menudo se ha visto una contraposición infundada entre la teología de san Pablo y la de Santiago, que, en su carta escribe: "Del mismo modo que el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta" (St 2, 26). En realidad, mientras que san Pablo se preocupa ante todo en demostrar que la fe en Cristo es necesaria y suficiente, Santiago pone el acento en las relaciones de consecuencia entre la fe y las obras (cf. St 2, 2-4).

Así pues, tanto para san Pablo como para Santiago, la fe que actúa en el amor atestigua el don gratuito de la justificación en Cristo. La salvación, recibida en Cristo, debe ser conservada y testimoniada "con respeto y temor. De hecho, es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar como bien le parece. Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones (...), presentando la palabra de vida", dirá también san Pablo a los cristianos de Filipos (cf. Flp 2, 12-14. 16).

Con frecuencia tendemos a caer en los mismos malentendidos que caracterizaban a la comunidad de Corinto: aquellos cristianos pensaban que, habiendo sido justificados gratuitamente en Cristo por la fe, "todo les era lícito". Y pensaban, y a menudo parece que lo piensan también los cristianos de hoy, que es lícito crear divisiones en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, celebrar la Eucaristía sin interesarse por los hermanos más necesitados, aspirar a los carismas mejores sin darse cuenta de que somos miembros unos de otros, etc.

Las consecuencias de una fe que no se encarna en el amor son desastrosas, porque se reduce al arbitrio y al subjetivismo más nocivo para nosotros y para los hermanos. Al contrario, siguiendo a san Pablo, debemos tomar nueva conciencia de que, precisamente porque hemos sido justificados en Cristo, no nos pertenecemos ya a nosotros mismos, sino que nos hemos convertido en templo del Espíritu y por eso estamos llamados a glorificar a Dios en nuestro cuerpo con toda nuestra existencia (cf. 1 Co 6, 19). Sería un desprecio del inestimable valor de la justificación si, habiendo sido comprados al caro precio de la sangre de Cristo, no lo glorificáramos con nuestro cuerpo.

En realidad, este es precisamente nuestro culto "razonable" y al mismo tiempo "espiritual", por el que san Pablo nos exhorta a "ofrecer nuestro cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios" (cf. Rm 12, 1). ¿A qué se reduciría una liturgia que se dirigiera sólo al Señor y que no se convirtiera, al mismo tiempo, en servicio a los hermanos, una fe que no se expresara en la caridad? Y el Apóstol pone a menudo a sus comunidades frente al Juicio final, con ocasión del cual todos "seremos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo en su vida mortal, el bien o el mal" (2 Co 5, 10; cf. también Rm 2, 16). Y este pensamiento debe iluminarnos en nuestra vida de cada día.

Si la ética que san Pablo propone a los creyentes no degenera en formas de moralismo y se muestra actual para nosotros, es porque cada vez vuelve a partir de la relación personal y comunitaria con Cristo, para hacerse realidad en la vida según el Espíritu. Esto es esencial: la ética cristiana no nace de un sistema de mandamientos, sino que es consecuencia de nuestra amistad con Cristo. Esta amistad influye en la vida: si es verdadera, se encarna y se realiza en el amor al prójimo.

Por eso, cualquier decaimiento ético no se limita a la esfera individual, sino que al mismo tiempo es una devaluación de la fe personal y comunitaria: de ella deriva y sobre ella influye de forma determinante. Así pues, dejémonos alcanzar por la reconciliación, que Dios nos ha dado en Cristo, por el amor "loco" de Dios por nosotros: nada ni nadie nos podrá separar nunca de su amor (cf. Rm 8, 39). En esta certeza vivimos. Y esta certeza nos da la fuerza para vivir concretamente la fe que obra en el amor.

Fuente: Vaticano (ES) (IT) (EN)

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Catequesis San Pablo XIII: La justificación en la enseñanza de san Pablo

Audiencia General - Miércoles 19 de noviembre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

En el camino que estamos recorriendo guiados por san Pablo, queremos reflexionar ahora sobre un tema que está en el centro de las controversias del siglo de la Reforma: la cuestión de la justificación. ¿Cómo llega a ser justo el hombre a los ojos de Dios? Cuando san Pablo se encontró con el Resucitado en el camino de Damasco era un hombre realizado: irreprensible en cuanto a la justicia que deriva de la Ley (cf. Flp 3, 6), superaba a muchos de sus coetáneos en la observancia de las prescripciones mosaicas y era celoso en sostener las tradiciones de sus padres (cf. Ga 1, 14). La iluminación de Damasco le cambió radicalmente la existencia: comenzó a considerar todos sus méritos, logrados en una carrera religiosa integérrima, como "basura" frente a la sublimidad del conocimiento de Jesucristo (cf. Flp 3, 8). La carta a los Filipenses nos ofrece un testimonio conmovedor del paso de san Pablo de una justicia fundada en la Ley y conseguida con la observancia de las obras prescritas, a una justicia basada en la fe en Cristo: comprendió que todo lo que hasta entonces le había parecido una ganancia, en realidad frente a Dios era una pérdida, y por ello decidió apostar toda su existencia por Jesucristo (cf. Flp 3, 7). El tesoro escondido en el campo y la perla preciosa, por cuya adquisición invierte todo lo demás, ya no eran las obras de la Ley, sino Jesucristo, su Señor.

La relación entre san Pablo y el Resucitado llegó a ser tan profunda que lo impulsó a afirmar que Cristo ya no era solamente su vida, sino su vivir, hasta el punto de que para poder alcanzarlo, incluso el morir era una ganancia (cf. Flp 1, 21). No es que despreciara la vida, sino que había comprendido que para él el vivir ya no tenía otro objetivo, y por tanto ya no albergaba otro deseo que alcanzar a Cristo, como en una competición de atletismo, para estar siempre con él: el Resucitado se había convertido en el principio y el fin de su existencia, el motivo y la meta de su carrera.

Sólo la preocupación por el crecimiento en la fe de aquellos a los que había evangelizado y la solicitud por todas las Iglesias que había fundado (cf. 2 Co 11, 28) lo impulsaban a ralentizar la carrera hacia su único Señor, para esperar a los discípulos de modo que pudieran correr con él hacia la meta. Aunque en la anterior observancia de la Ley no tenía nada que reprocharse desde el punto de vista de la integridad moral, una vez alcanzado por Cristo prefería no juzgarse a sí mismo (cf. 1 Co 4, 3-4), sino que se limitaba a correr para conquistar a Aquel por el que había sido conquistado (cf. Flp 3, 12).

Precisamente por esta experiencia personal de la relación con Jesucristo, san Pablo pone ya en el centro de su Evangelio una irreductible oposición entre dos itinerarios alternativos hacia la justicia: uno construido sobre las obras de la Ley, el otro fundado sobre la gracia de la fe en Cristo. La alternativa entre la justicia por las obras de la Ley y la justicia por la fe en Cristo se convierte así en uno de los temas predominantes en sus cartas: "Nosotros somos judíos de nacimiento y no gentiles pecadores; a pesar de todo, conscientes de que el hombre no se justifica por las obras de la Ley sino por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la Ley, pues por las obras de la Ley nadie será justificado" (Ga 2, 15-16). Y a los cristianos de Roma les reafirma que "todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús" (Rm 3, 23-24). Y añade: "Pensamos que el hombre es justificado por la fe, independientemente de las obras de la Ley" (Rm 3, 28). Lutero en este punto tradujo "justificado sólo por la fe". Volveré sobre esto al final de la catequesis, pues antes debemos aclarar qué es esta "Ley" de la que hemos sido liberados y qué son esas "obras de la Ley" que no justifican.

Ya en la comunidad de Corinto existía la opinión, que se repetirá muchas veces a lo largo de la historia, según la cual se trataba de la ley moral y que, por tanto, la libertad cristiana consistía en la liberación de la ética. Así, en Corinto circulaba la expresión “πάντα μοι έξεστιν” (todo me es lícito). Es obvio que esta interpretación es errónea: la libertad cristiana no es libertinaje; la liberación de la que habla san Pablo no es liberación de hacer el bien.

¿Pero qué significa, por consiguiente, la Ley de la que hemos sido liberados y que no salva? Para san Pablo, como para todos sus contemporáneos, la palabra Ley significaba la Torá en su totalidad, es decir, los cinco libros de Moisés. En la interpretación de los fariseos, la que había estudiado y hecho suya san Pablo, la Torá implicaba un conjunto de comportamientos que iban desde el núcleo ético hasta las observancias rituales y cultuales que determinaban sustancialmente la identidad del hombre justo. De modo particular, la circuncisión, las observancias acerca del alimento puro y en general la pureza ritual, las reglas sobre la observancia del sábado, etc. Esos comportamientos también aparecen a menudo en los debates entre Jesús y sus contemporáneos.

Todas estas observancias, que expresan una identidad social, cultural y religiosa, habían llegado a ser singularmente importantes en el tiempo de la cultura helenística, comenzando desde el siglo III a.C. Esta cultura, que se había convertido en la cultura universal de entonces y era una cultura aparentemente racional, una cultura politeísta aparentemente tolerante, constituía una fuerte presión hacia la uniformidad cultural y así amenazaba la identidad de Israel, que se veía políticamente obligado a entrar en esa identidad común de la cultura helenística con la consiguiente pérdida de su propia identidad, que implicaba también la pérdida de la preciosa herencia de la fe de sus padres, de la fe en el único Dios y en las promesas de Dios.

Contra esa presión cultural, que no sólo amenazaba la identidad israelita, sino también la fe en el único Dios y en sus promesas, era necesario crear un muro de contención, un escudo de defensa que protegiera la preciosa herencia de la fe; ese muro consistía precisamente en las observancias y prescripciones judías. San Pablo, que había aprendido estas observancias precisamente en su función defensiva del don de Dios, de la herencia de la fe en un único Dios, veía amenazada esta identidad por la libertad de los cristianos: por eso los perseguía.

En el momento de su encuentro con el Resucitado comprendió que con la resurrección de Cristo la situación había cambiado radicalmente. Con Cristo, el Dios de Israel, el único Dios verdadero, se convertía en el Dios de todos los pueblos. El muro entre Israel y los paganos —así lo dice la carta a los Efesios— ya no era necesario: es Cristo quien nos protege contra el politeísmo y todas sus desviaciones; es Cristo quien nos une con Dios y en el único Dios; es Cristo quien garantiza nuestra verdadera identidad en la diversidad de las culturas. El muro ya no es necesario. Cristo es nuestra identidad común en la diversidad de las culturas, y es él el que nos hace justos. Ser justo quiere decir sencillamente estar con Cristo y en Cristo. Y esto basta. Ya no son necesarias otras observancias. Por eso la expresión "sola fide" de Lutero es verdadera si no se opone la fe a la caridad, al amor. La fe es mirar a Cristo, encomendarse a Cristo, unirse a Cristo, conformarse a Cristo, a su vida. Y la forma, la vida de Cristo es el amor; por tanto, creer es conformarse a Cristo y entrar en su amor. Por eso, san Pablo en la carta a los Gálatas, en la que sobre todo ha desarrollado su doctrina sobre la justificación, habla de la fe que obra por medio de la caridad (cf. Ga 5, 6).

San Pablo sabe que en el doble amor a Dios y al prójimo está presente y se cumple toda la Ley. Así, en la comunión con Cristo, en la fe que crea la caridad, se realiza toda la Ley. Somos justos cuando entramos en comunión con Cristo, que es el amor. Veremos lo mismo en el evangelio del próximo domingo, solemnidad de Cristo Rey. Es el evangelio del juez cuyo único criterio es el amor. Sólo pide esto: ¿Me visitaste cuando estaba enfermo?, ¿cuando estaba en la cárcel? ¿Me diste de comer cuando tenía hambre?, ¿me vestiste cuando estaba desnudo? Así la justicia se decide en la caridad. Así, al final de este evangelio, podemos decir casi: sólo amor, sólo caridad. Pero no hay contradicción entre este evangelio y san Pablo. Es la misma visión según la cual la comunión con Cristo, la fe en Cristo, crea la caridad. Y la caridad es realización de la comunión con Cristo. Así, estando unidos a él, somos justos, y de ninguna otra forma.

Al final, sólo podemos orar al Señor para que nos ayude a creer. Creer realmente; así, creer llega a ser vida, unidad con Cristo, transformación de nuestra vida. Y así, transformados por su amor, por el amor a Dios y al prójimo, podemos ser realmente justos a los ojos de Dios.

Fuente: Vaticano (ES) (IT) (EN)

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Catequesis San Pablo XII: La parusía en la predicación de san Pablo

Audiencia General - Miércoles 12 de noviembre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

El tema de la Resurrección, sobre el que hablamos la semana pasada, abre una nueva perspectiva, la de la espera de la vuelta del Señor y, por ello, nos lleva a reflexionar sobre la relación entre el tiempo presente, tiempo de la Iglesia y del reino de Cristo, y el futuro (éschaton) que nos espera, cuando Cristo entregará el Reino al Padre (cf.1 Co 15, 24). Todo discurso cristiano sobre las realidades últimas, llamado escatología, parte siempre del acontecimiento de la Resurrección: en este acontecimiento las realidades últimas ya han comenzado y, en cierto sentido, ya están presentes.

Probablemente en el año 52 san Pablo escribió la primera de sus cartas, la primera carta a los Tesalonicenses, donde habla de esta vuelta de Jesús, llamada parusía, adviento, nueva, definitiva y manifiesta presencia (cf. 1 Ts 4, 13-18). A los Tesalonicenses, que tienen sus dudas y problemas, el Apóstol escribe así: "Si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús" (1 Ts 4, 14). Y continúa: "Los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires, y así estaremos siempre con el Señor" (1 Ts 4, 16-17). San Pablo describe la parusía de Cristo con acentos muy vivos y con imágenes simbólicas, pero que transmiten un mensaje sencillo y profundo: al final estaremos siempre con el Señor. Este es, más allá de las imágenes, el mensaje esencial: nuestro futuro es "estar con el Señor"; en cuanto creyentes, en nuestra vida ya estamos con el Señor; nuestro futuro, la vida eterna, ya ha comenzado.

En la segunda carta a los Tesalonicenses, san Pablo cambia la perspectiva; habla de acontecimientos negativos, que deberán suceder antes del final y conclusivo. No hay que dejarse engañar —dice— como si el día del Señor fuera verdaderamente inminente, según un cálculo cronológico: "Por lo que respecta a la venida de nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, que no os dejéis alterar tan fácilmente en vuestros ánimos, ni os alarméis por alguna manifestación del Espíritu, por algunas palabras o por alguna carta presentada como nuestra, que os haga suponer que está inminente el día del Señor. Que nadie os engañe de ninguna manera" (2 Ts 2, 1-3). La continuación de este texto anuncia que antes de la venida del Señor tiene que llegar la apostasía y se revelará un no bien identificado "hombre impío", el "hijo de la perdición" (2 Ts 2, 3), que la tradición llamará después el Anticristo.

Pero la intención de esta carta de san Pablo es ante todo práctica; escribe: "Cuando estábamos entre vosotros os mandábamos esto: si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma. Porque nos hemos enterado de que hay entre vosotros algunos que viven desordenadamente, sin trabajar nada, pero metiéndose en todo. A esos les mandamos y les exhortamos en el Señor Jesucristo a que trabajen con sosiego para comer su propio pan" (2 Ts 3, 10-12). En otras palabras, la espera de la parusía de Jesús no dispensa del trabajo en este mundo; al contrario, crea responsabilidad ante el Juez divino sobre nuestro obrar en este mundo. Precisamente así crece nuestra responsabilidad de trabajar en y para este mundo. Veremos lo mismo el domingo próximo en el pasaje evangélico de los talentos, donde el Señor nos dice que ha confiado talentos a todos y el Juez nos pedirá cuentas de ellos diciendo: ¿Habéis dado fruto? Por tanto la espera de su venida implica responsabilidad con respecto a este mundo.

En la carta a los Filipenses, en otro contexto y con aspectos nuevos, aparece esa misma verdad y el mismo nexo entre parusía —vuelta del Juez-Salvador— y nuestro compromiso en la vida. San Pablo está en la cárcel esperando la sentencia, que puede ser de condena a muerte. En esta situación piensa en su futuro "estar con el Señor", pero piensa también en la comunidad de Filipos, que necesita a su padre, san Pablo, y escribe: "Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Pero si el vivir en la carne significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger. Me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor; mas, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para vosotros. Y, persuadido de esto, sé que me quedaré y permaneceré con todos vosotros para progreso y gozo de vuestra fe, a fin de que tengáis por mi causa un nuevo motivo de orgullo en Cristo Jesús, cuando yo vuelva a estar entre vosotros" (Flp 1, 21-26).

San Pablo no tiene miedo a la muerte; al contrario: de hecho, la muerte indica el completo estar con Cristo. Pero san Pablo participa también de los sentimientos de Cristo, el cual no vivió para sí mismo, sino para nosotros. Vivir para los demás se convierte en el programa de su vida y por ello muestra su perfecta disponibilidad a la voluntad de Dios, a lo que Dios decida. Sobre todo, está disponible, también en el futuro, a vivir en esta tierra para los demás, a vivir para Cristo, a vivir para su presencia viva y así para la renovación del mundo. Vemos que este estar con Cristo crea a san Pablo una gran libertad interior: libertad ante la amenaza de la muerte, pero también libertad ante todas las tareas y los sufrimientos de la vida. Está sencillamente disponible para Dios y es realmente libre.

Y ahora, después de haber examinado los diversos aspectos de la espera de la parusía de Cristo, pasamos a preguntarnos: ¿Cuáles son las actitudes fundamentales del cristiano ante las realidades últimas: la muerte, el fin del mundo? La primera actitud es la certeza de que Jesús ha resucitado, está con el Padre y, por eso, está con nosotros para siempre. Y nadie es más fuerte que Cristo, porque está con el Padre, está con nosotros. Por eso estamos seguros y no tenemos miedo. Este era un efecto esencial de la predicación cristiana. El miedo a los espíritus, a los dioses, era muy común en todo el mundo antiguo. También hoy los misioneros, junto con tantos elementos buenos de las religiones naturales, se encuentran con el miedo a los espíritus, a los poderes nefastos que nos amenazan. Cristo vive, ha vencido a la muerte y ha vencido a todos estos poderes. Con esta certeza, con esta libertad, con esta alegría vivimos. Este es el primer aspecto de nuestro vivir con respecto al futuro.

En segundo lugar, la certeza de que Cristo está conmigo, de que en Cristo el mundo futuro ya ha comenzado, también da certeza de la esperanza. El futuro no es una oscuridad en la que nadie se orienta. No es así. Sin Cristo, también hoy el futuro es oscuro para el mundo, hay mucho miedo al futuro. El cristiano sabe que la luz de Cristo es más fuerte y por eso vive en una esperanza que no es vaga, en una esperanza que da certeza y valor para afrontar el futuro.

Por último, la tercera actitud. El Juez que vuelve —es Juez y Salvador a la vez— nos ha confiado la tarea de vivir en este mundo según su modo de vivir. Nos ha entregado sus talentos. Por eso nuestra tercera actitud es: responsabilidad con respecto al mundo, a los hermanos, ante Cristo y, al mismo tiempo, también certeza de su misericordia. Ambas cosas son importantes. No vivimos como si el bien y el mal fueran iguales, porque Dios sólo puede ser misericordioso. Esto sería un engaño. En realidad, vivimos en una gran responsabilidad. Tenemos los talentos, tenemos que trabajar para que este mundo se abra a Cristo, para que se renueve. Pero incluso trabajando y sabiendo en nuestra responsabilidad que Dios es verdadero juez, también estamos seguros de que este juez es bueno, conocemos su rostro, el rostro de Cristo resucitado, de Cristo crucificado por nosotros. Por eso podemos estar seguros de su bondad y seguir adelante con gran valor.

Un dato ulterior de la enseñanza paulina sobre la escatología es el de la universalidad de la llamada a la fe, que reúne a los judíos y a los gentiles, es decir, a los paganos, como signo y anticipación de la realidad futura, por lo que podemos decir que ya estamos sentados en el cielo con Jesucristo, pero para mostrar en los siglos futuros la riqueza de la gracia (cf. Ef 2, 6 s): el después se convierte en un antes para hacer evidente el estado de realización incipiente en que vivimos. Esto hace tolerables los sufrimientos del momento presente, que no son comparables a la gloria futura (cf. Rm 8, 18). Se camina en la fe y no en la visión, y aunque sería preferible salir del destierro del cuerpo y estar con el Señor, lo que cuenta en definitiva, habitando en el cuerpo o saliendo de él, es ser agradables a Dios (cf. 2 Co 5, 7-9).

Finalmente, un último punto que quizás parezca un poco difícil para nosotros. En la conclusión de su primera carta a los Corintios, san Pablo repite y pone también en labios de los Corintios una oración surgida en las primeras comunidades cristianas del área de Palestina: Maranà, thà! que literalmente significa "Señor nuestro, ¡ven!" (1 Co 16, 22). Era la oración de la primera comunidad cristiana; y también el último libro del Nuevo testamento, el Apocalipsis, se concluye con esta oración: "¡Ven, Señor!". ¿Podemos rezar así también nosotros? Me parece que para nosotros hoy, en nuestra vida, en nuestro mundo, es difícil rezar sinceramente para que acabe este mundo, para que venga la nueva Jerusalén, para que venga el juicio último y el Juez, Cristo. Creo que aunque, por muchos motivos, no nos atrevamos a rezar sinceramente así, sin embargo de una forma justa y correcta podemos decir también con los primeros cristianos: "¡Ven, Señor Jesús!".

Ciertamente, no queremos que venga ahora el fin del mundo. Pero, por otra parte, queremos que acabe este mundo injusto. También nosotros queremos que el mundo cambie profundamente, que comience la civilización del amor, que llegue un mundo de justicia y de paz, sin violencia, sin hambre. Queremos todo esto. Pero ¿cómo podría suceder esto sin la presencia de Cristo? Sin la presencia de Cristo nunca llegará un mundo realmente justo y renovado. Y, aunque sea de otra manera, totalmente y en profundidad, podemos y debemos decir también nosotros, con gran urgencia y en las circunstancias de nuestro tiempo: ¡Ven, Señor! Ven a tu modo, del modo que tú sabes. Ven donde hay injusticia y violencia. Ven a los campos de refugiados, en Darfur y en Kivu del norte, en tantos lugares del mundo. Ven donde domina la droga. Ven también entre los ricos que te han olvidado, que viven sólo para sí mismos. Ven donde eres desconocido. Ven a tu modo y renueva el mundo de hoy. Ven también a nuestro corazón, ven y renueva nuestra vida. Ven a nuestro corazón para que nosotros mismos podamos ser luz de Dios, presencia tuya. En este sentido oramos con san Pablo: Maranà, thà! "¡Ven, Señor Jesús"!, y oramos para que Cristo esté realmente presente hoy en nuestro mundo y lo renueve.

Fuente: Vaticano (ES) (IT) (EN)

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Catequesis San Pablo XI: La resurrección de Cristo en la teología de san Pablo

Audiencia General - Miércoles 5 de noviembre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

"Si no resucitó Cristo, es vacía nuestra predicación, y es vacía también vuestra fe (...) y vosotros estáis todavía en vuestros pecados" (1 Co 15, 14.17). Con estas fuertes palabras de la primera carta a los Corintios, san Pablo da a entender la importancia decisiva que atribuye a la resurrección de Jesús, pues en este acontecimiento está la solución del problema planteado por el drama de la cruz. Por sí sola la cruz no podría explicar la fe cristiana; más aún, sería una tragedia, señal de la absurdidad del ser. El misterio pascual consiste en el hecho de que ese Crucificado "resucitó al tercer día, según las Escrituras" (1 Co 15, 4); así lo atestigua la tradición protocristiana. Aquí está la clave de la cristología paulina: todo gira alrededor de este centro gravitacional. Toda la enseñanza del apóstol san Pablo parte del misterio de Aquel que el Padre resucitó de la muerte y llega siempre a él. La resurrección es un dato fundamental, casi un axioma previo (cf. 1 Co 15, 12), basándose en el cual san Pablo puede formular su anuncio (kerigma) sintético: el que fue crucificado y que así manifestó el inmenso amor de Dios por el hombre, resucitó y está vivo en medio de nosotros.

Es importante notar el vínculo entre el anuncio de la resurrección, tal como san Pablo lo formula, y el que se realizaba en las primeras comunidades cristianas prepaulinas. Aquí se puede ver realmente la importancia de la tradición que precede al Apóstol y que él, con gran respeto y atención, quiere a su vez entregar. El texto sobre la resurrección, contenido en el capítulo 15, versículos 1-11, de la primera carta a los Corintios, pone bien de relieve el nexo entre "recibir" y "transmitir". San Pablo atribuye mucha importancia a la formulación literal de la tradición; al término del pasaje que estamos examinando subraya: "Tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos" (1 Co 15, 11), poniendo así de manifiesto la unidad del kerigma, del anuncio para todos los creyentes y para todos los que anunciarán la resurrección de Cristo.

La tradición a la que se une es la fuente a la que se debe acudir. La originalidad de su cristología no va nunca en detrimento de la fidelidad a la tradición. El kerigma de los Apóstoles preside siempre la re-elaboración personal de san Pablo; cada una de sus argumentaciones parte de la tradición común, en la que se expresa la fe compartida por todas las Iglesias, que son una sola Iglesia. Así san Pablo ofrece un modelo para todos los tiempos sobre cómo hacer teología y cómo predicar. El teólogo, el predicador, no crea nuevas visiones del mundo y de la vida, sino que está al servicio de la verdad transmitida, al servicio del hecho real de Cristo, de la cruz, de la Resurrección. Su deber es ayudarnos a comprender hoy, tras las antiguas palabras, la realidad del "Dios con nosotros"; por tanto, la realidad de la vida verdadera.

Aquí conviene precisar: san Pablo, al anunciar la Resurrección, no se preocupa de presentar una exposición doctrinal orgánica —no quiere escribir una especie de manual de teología—, sino que afronta el tema respondiendo a dudas y preguntas concretas que le hacían los fieles. Así pues, era un discurso ocasional, pero lleno de fe y de teología vivida. En él se encuentra una concentración de lo esencial: hemos sido "justificados", es decir, hemos sido salvados por el Cristo muerto y resucitado por nosotros. Emerge sobre todo el hecho de la Resurrección, sin el cual la vida cristiana sería simplemente absurda. En aquella mañana de Pascua sucedió algo extraordinario, algo nuevo y, al mismo tiempo algo muy concreto, marcado por señales muy precisas, registradas por numerosos testigos.

Para san Pablo, como para los demás autores del Nuevo Testamento, la Resurrección está unida al testimonio de quien hizo una experiencia directa del Resucitado. Se trata de ver y de percibir, no sólo con los ojos o con los sentidos, sino también con una luz interior que impulsa a reconocer lo que los sentidos externos atestiguan como dato objetivo. Por ello, san Pablo, como los cuatro Evangelios, otorga una importancia fundamental al tema de las apariciones, que son condición fundamental para la fe en el Resucitado que dejó la tumba vacía. Estos dos hechos son importantes: la tumba está vacía y Jesús se apareció realmente.

Así se constituye la cadena de la tradición que, a través del testimonio de los Apóstoles y de los primeros discípulos, llegará a las generaciones sucesivas, hasta nosotros. La primera consecuencia, o el primer modo de expresar este testimonio, es predicar la resurrección de Cristo como síntesis del anuncio evangélico y como punto culminante de un itinerario salvífico. Todo esto san Pablo lo hace en diversas ocasiones: se pueden consultar las cartas y los Hechos de los Apóstoles, donde se ve siempre que para él el punto esencial es ser testigo de la Resurrección. Cito sólo un texto: san Pablo, arrestado en Jerusalén, está ante el Sanedrín como acusado. En esta circunstancia, en la que está en juego su muerte o su vida, indica cuál es el sentido y el contenido de toda su predicación: "Por esperar la resurrección de los muertos se me juzga" (Hch 23, 6). Este mismo estribillo lo repite san Pablo continuamente en sus cartas (cf. 1 Ts 1, 9 s; 4, 13-18; 5, 10), en las que apela a su experiencia personal, a su encuentro personal con Cristo resucitado (cf. Ga 1, 15-16; 1 Co 9, 1).

Pero podemos preguntarnos: ¿Cuál es, para san Pablo, el sentido profundo del acontecimiento de la resurrección de Jesús? ¿Qué nos dice a nosotros a dos mil años de distancia? La afirmación "Cristo ha resucitado" ¿es actual también para nosotros? ¿Por qué la Resurrección es un tema tan determinante para él y para nosotros hoy? San Pablo da solemnemente respuesta a esta pregunta al principio de la carta a los Romanos, donde comienza refiriéndose al "Evangelio de Dios... acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos" (Rm 1, 1.3-4).

San Pablo sabe bien, y lo dice muchas veces, que Jesús era Hijo de Dios siempre, desde el momento de su encarnación. La novedad de la Resurrección consiste en el hecho de que Jesús, elevado desde la humildad de su existencia terrena, ha sido constituido Hijo de Dios "con poder". El Jesús humillado hasta la muerte en cruz puede decir ahora a los Once: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28, 18). Se ha realizado lo que dice el Salmo 2, versículo 8: "Pídeme y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra". Por eso, con la Resurrección comienza el anuncio del Evangelio de Cristo a todos los pueblos, comienza el reino de Cristo, este nuevo reino que no conoce otro poder que el de la verdad y del amor.

Por tanto, la Resurrección revela definitivamente cuál es la auténtica identidad y la extraordinaria estatura del Crucificado. Una dignidad incomparable y altísima: Jesús es Dios. Para san Pablo la identidad secreta de Jesús, más que en la encarnación, se revela en el misterio de la Resurrección. Mientras el título de Cristo, es decir, "Mesías", "Ungido", en san Pablo tiende a convertirse en el nombre propio de Jesús, y el de Señor especifica su relación personal con los creyentes, ahora el título de Hijo de Dios ilustra la relación íntima de Jesús con Dios, una relación que se revela plenamente en el acontecimiento pascual. Así pues, se puede decir que Jesús resucitó para ser el Señor de los vivos y de los muertos (cf. Rm 14, 9; 2 Co 5, 15) o, con otras palabras, nuestro Salvador (cf. Rm 4, 25).

Todo esto tiene importantes consecuencias para nuestra vida de fe: estamos llamados a participar hasta lo más profundo de nuestro ser en todo el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo. Dice el Apóstol: hemos "muerto con Cristo" y creemos que "viviremos con él, sabiendo que Cristo resucitado de entre los muertos ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él" (Rm 6, 8-9). Esto se traduce en la práctica compartiendo los sufrimientos de Cristo, como preludio a la configuración plena con él mediante la resurrección, a la que miramos con esperanza. Es lo que le sucedió también a san Pablo, cuya experiencia personal está descrita en las cartas con tonos tan apremiantes como realistas: "Y conocerlo a él, el poder de su resurrección y la comunión de sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos" (Flp 3, 10-11; cf. 2 Tm 2, 8-12).

La teología de la cruz no es una teoría; es la realidad de la vida cristiana. Vivir en la fe en Jesucristo, vivir la verdad y el amor implica renuncias todos los días, implica sufrimientos. El cristianismo no es el camino de la comodidad; más bien, es una escalada exigente, pero iluminada por la luz de Cristo y por la gran esperanza que nace de él. San Agustín dice: a los cristianos no se les ahorra el sufrimiento; al contrario, les toca un poco más, porque vivir la fe expresa el valor de afrontar la vida y la historia más en profundidad. Con todo, sólo así, experimentando el sufrimiento, conocemos la vida en su profundidad, en su belleza, en la gran esperanza suscitada por Cristo crucificado y resucitado. El creyente se encuentra situado entre dos polos: por un lado, la Resurrección, que de algún modo está ya presente y operante en nosotros (cf. Col 3, 1-4; Ef 2, 6); por otro, la urgencia de insertarse en el proceso que conduce a todos y todo a la plenitud, descrita en la carta a los Romanos con una imagen audaz: como toda la creación gime y sufre casi dolores del parto, así también nosotros gemimos en espera de la redención de nuestro cuerpo, de nuestra redención y resurrección (cf. Rm 8, 18-23).

En síntesis, podemos decir con san Pablo que el verdadero creyente obtiene la salvación profesando con su boca que Jesús es el Señor y creyendo con el corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos (cf. Rm 10, 9). Es importante ante todo el corazón que cree en Cristo y que por la fe "toca" al Resucitado; pero no basta llevar en el corazón la fe; debemos confesarla y testimoniarla con la boca, con nuestra vida, haciendo así presente la verdad de la cruz y de la resurrección en nuestra historia.

De esta forma el cristiano se inserta en el proceso gracias al cual el primer Adán, terrestre y sujeto a la corrupción y a la muerte, se va transformando en el último Adán, celestial e incorruptible (cf. 1 Co 15, 20-22.42-49). Este proceso se inició con la resurrección de Cristo, en la que, por tanto, se funda la esperanza de que también nosotros podremos entrar un día con Cristo en nuestra verdadera patria que está en el cielo. Sostenidos por esta esperanza proseguimos con valor y con alegría.

Fuente: Vaticano (ES) (IT) (EN)

miércoles, 29 de octubre de 2008

Catequesis San Pablo X: La teología de la cruz en la predicación de san Pablo

Audiencia General - Miércoles 29 de octubre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

En la experiencia personal de san Pablo hay un dato incontrovertible: mientras que al inicio había sido un perseguidor y había utilizado la violencia contra los cristianos, desde el momento de su conversión en el camino de Damasco, se había pasado a la parte de Cristo crucificado, haciendo de él la razón de su vida y el motivo de su predicación. Entregó toda su vida por las almas (cf. 2 Co 12, 15), una vida nada tranquila, llena de insidias y dificultades. En el encuentro con Jesús le quedó muy claro el significado central de la cruz: comprendió que Jesús había muerto y resucitado por todos y por él mismo. Ambas cosas eran importantes; la universalidad: Jesús murió realmente por todos; y la subjetividad: murió también por mí. En la cruz, por tanto, se había manifestado el amor gratuito y misericordioso de Dios.

Este amor san Pablo lo experimentó ante todo en sí mismo (cf. Ga 2, 20) y de pecador se convirtió en creyente, de perseguidor en apóstol. Día tras día, en su nueva vida, experimentaba que la salvación era "gracia", que todo brotaba de la muerte de Cristo y no de sus méritos, que por lo demás no existían. Así, el "evangelio de la gracia" se convirtió para él en la única forma de entender la cruz, no sólo el criterio de su nueva existencia, sino también la respuesta a sus interlocutores. Entre estos estaban, ante todo, los judíos que ponían su esperanza en las obras y esperaban de ellas la salvación; y estaban también los griegos, que oponían su sabiduría humana a la cruz; y, por último, estaban ciertos grupos de herejes, que se habían formado su propia idea del cristianismo según su propio modelo de vida.

Para san Pablo la cruz tiene un primado fundamental en la historia de la humanidad; representa el punto central de su teología, porque decir cruz quiere decir salvación como gracia dada a toda criatura. El tema de la cruz de Cristo se convierte en un elemento esencial y primario de la predicación del Apóstol: el ejemplo más claro es la comunidad de Corinto. Frente a una Iglesia donde había, de forma preocupante, desórdenes y escándalos, donde la comunión estaba amenazada por partidos y divisiones internas que ponían en peligro la unidad del Cuerpo de Cristo, san Pablo se presenta no con sublimidad de palabras o de sabiduría, sino con el anuncio de Cristo, de Cristo crucificado. Su fuerza no es el lenguaje persuasivo sino, paradójicamente, la debilidad y la humildad de quien confía sólo en el "poder de Dios" (cf. 1 Co 2, 1-5).

La cruz, por todo lo que representa y también por el mensaje teológico que contiene, es escándalo y necedad. Lo afirma el Apóstol con una fuerza impresionante, que conviene escuchar de sus mismas palabras: "La predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan —para nosotros— es fuerza de Dios. (...) Quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles" (1 Co 1, 18-23).

Las primeras comunidades cristianas, a las que san Pablo se dirige, saben muy bien que Jesús ya ha resucitado y vive; el Apóstol quiere recordar, no sólo a los Corintios o a los Gálatas, sino a todos nosotros, que el Resucitado sigue siendo siempre Aquel que fue crucificado. El "escándalo" y la "necedad" de la cruz radican precisamente en el hecho de que donde parece haber sólo fracaso, dolor, derrota, precisamente allí está todo el poder del Amor ilimitado de Dios, porque la cruz es expresión de amor y el amor es el verdadero poder que se revela precisamente en esta aparente debilidad. Para los judíos la cruz es skandalon, es decir, trampa o piedra de tropiezo: parece obstaculizar la fe del israelita piadoso, que no encuentra nada parecido en las Sagradas Escrituras.

San Pablo, con gran valentía, parece decir aquí que la apuesta es muy alta: para los judíos, la cruz contradice la esencia misma de Dios, que se manifestó con signos prodigiosos. Por tanto, aceptar la cruz de Cristo significa realizar una profunda conversión en el modo de relacionarse con Dios. Si para los judíos el motivo de rechazo de la cruz se encuentra en la Revelación, es decir, en la fidelidad al Dios de sus padres, para los griegos, es decir, para los paganos, el criterio de juicio para oponerse a la cruz es la razón. En efecto, para estos últimos la cruz es moría, necedad, literalmente insipidez, un alimento sin sal; por tanto, más que un error, es un insulto al buen sentido.

San Pablo mismo, en más de una ocasión, sufrió la amarga experiencia del rechazo del anuncio cristiano considerado "insípido", irrelevante, ni siquiera digno de ser tomado en cuenta en el plano de la lógica racional. Para quienes, como los griegos, veían la perfección en el espíritu, en el pensamiento puro, ya era inaceptable que Dios se hiciera hombre, sumergiéndose en todos los límites del espacio y del tiempo. Por tanto, era totalmente inconcebible creer que un Dios pudiera acabar en una cruz.

Y esta lógica griega es también la lógica común de nuestro tiempo. El concepto de apátheia indiferencia, como ausencia de pasiones en Dios, ¿cómo habría podido comprender a un Dios hecho hombre y derrotado, que incluso habría recuperado luego su cuerpo para vivir como resucitado? "Te escucharemos sobre esto en otra ocasión" (Hch 17, 32), le dijeron despectivamente los atenienses a san Pablo, cuando oyeron hablar de resurrección de los muertos. Creían que la perfección consistía en liberarse del cuerpo, concebido como una prisión. ¿Cómo no iban a considerar una aberración recuperar el cuerpo? En la cultura antigua no parecía haber espacio para el mensaje del Dios encarnado. Todo el acontecimiento "Jesús de Nazaret" parecía estar marcado por la más total necedad y ciertamente la cruz era el aspecto más emblemático.

¿Pero por qué san Pablo, precisamente de esto, de la palabra de la cruz, hizo el punto fundamental de su predicación? La respuesta no es difícil: la cruz revela "el poder de Dios" (cf. 1 Co 1, 24), que es diferente del poder humano, pues revela su amor: "La necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres" (1 Co 1, 25). Nosotros, a siglos de distancia de san Pablo, vemos que en la historia ha vencido la cruz y no la sabiduría que se opone a la cruz. El Crucificado es sabiduría, porque manifiesta de verdad quién es Dios, es decir, poder de amor que llega hasta la cruz para salvar al hombre. Dios se sirve de modos e instrumentos que a nosotros, a primera vista, nos parecen sólo debilidad.

El Crucificado desvela, por una parte, la debilidad del hombre; y, por otra, el verdadero poder de Dios, es decir, la gratuidad del amor: precisamente esta gratuidad total del amor es la verdadera sabiduría. San Pablo lo experimentó incluso en su carne, como lo testimonia en varios pasajes de su itinerario espiritual, que se han convertido en puntos de referencia precisos para todo discípulo de Jesús: "Él me dijo: "Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza"" (2 Co 12, 9); y también: "Ha escogido Dios lo débil del mundo para confundir lo fuerte" (1 Co 1, 28). El Apóstol se identifica hasta tal punto con Cristo que también él, aun en medio de numerosas pruebas, vive en la fe del Hijo de Dios que lo amó y se entregó por sus pecados y por los de todos (cf. Ga 1, 4; 2, 20). Este dato autobiográfico del Apóstol es paradigmático para todos nosotros.

San Pablo ofreció una admirable síntesis de la teología de la cruz en la segunda carta a los Corintios (cf. 2 Co 5, 14-21), donde todo está contenido en dos afirmaciones fundamentales: por una parte, Cristo, a quien Dios ha tratado como pecado en nuestro favor (v.21), murió por todos (v. 14); por otra, Dios nos ha reconciliado consigo, no imputándonos nuestras culpas (vv.18-20). Por este "ministerio de la reconciliación" toda esclavitud ha sido ya rescatada (cf. 1 Co 6, 20; 7, 23). Aquí se ve cómo todo esto es relevante para nuestra vida. También nosotros debemos entrar en este "ministerio de la reconciliación", que supone siempre la renuncia a la propia superioridad y la elección de la necedad del amor.

San Pablo renunció a su propia vida entregándose totalmente al ministerio de la reconciliación, de la cruz, que es salvación para todos nosotros. Y también nosotros debemos saber hacer esto: podemos encontrar nuestra fuerza precisamente en la humildad del amor y nuestra sabiduría en la debilidad de renunciar para entrar así en la fuerza de Dios. Todos debemos formar nuestra vida según esta verdadera sabiduría: no vivir para nosotros mismos, sino vivir en la fe en el Dios del que todos podemos decir: "Me amó y se entregó a sí mismo por mí".

Fuente: Vaticano (ES) (IT) (EN)

miércoles, 22 de octubre de 2008

Catequesis San Pablo IX: La divinidad de Cristo en la predicación de san Pablo

Audiencia General - Miércoles 22 de octubre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

En las catequesis de las semanas anteriores meditamos sobre la "conversión" de san Pablo, fruto del encuentro personal con Jesús crucificado y resucitado, y nos interrogamos sobre cuál fue la relación del Apóstol de los gentiles con el Jesús terreno. Hoy quiero hablar de la enseñanza que san Pablo nos ha dejado sobre la centralidad del Cristo resucitado en el misterio de la salvación, sobre su cristología. En verdad, Jesucristo resucitado, "exaltado sobre todo nombre", está en el centro de todas sus reflexiones. Para el Apóstol, Cristo es el criterio de valoración de los acontecimientos y de las cosas, el fin de todos los esfuerzos que él hace para anunciar el Evangelio, la gran pasión que sostiene sus pasos por los caminos del mundo. Y se trata de un Cristo vivo, concreto: el Cristo —dice san Pablo— "que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). Esta persona que me ama, con la que puedo hablar, que me escucha y me responde, este es realmente el principio para entender el mundo y para encontrar el camino en la historia.

Quien ha leído los escritos de san Pablo sabe bien que él no se preocupó de narrar los hechos de la vida de Jesús, aunque podemos pensar que en sus catequesis contaba sobre el Jesús prepascual mucho más de lo que escribió en sus cartas, que son amonestaciones en situaciones concretas. Su intencionalidad pastoral y teológica se dirigía de tal modo a la edificación de las nacientes comunidades, que espontáneamente concentraba todo en el anuncio de Jesucristo como "Señor", vivo y presente ahora en medio de los suyos. De ahí la esencialidad característica de la cristología paulina, que desarrolla las profundidades del misterio con una preocupación constante y precisa: ciertamente, anunciar al Jesús vivo y su enseñanza, pero anunciar sobre todo la realidad central de su muerte y resurrección, como culmen de su existencia terrena y raíz del desarrollo sucesivo de toda la fe cristiana, de toda la realidad de la Iglesia.

Para el Apóstol, la resurrección no es un acontecimiento en sí mismo, separado de la muerte: el Resucitado es siempre el mismo que fue crucificado. También ya resucitado lleva sus heridas: la pasión está presente en él y, con Pascal, se puede decir que sufre hasta el fin del mundo, aun siendo el Resucitado y viviendo con nosotros y para nosotros. San Pablo comprendió esta identidad del Resucitado con el Cristo crucificado en el camino de Damasco: en ese momento se le reveló con claridad que el Crucificado es el Resucitado y el Resucitado es el Crucificado, que dice a san Pablo: "¿Por qué me persigues?" (Hch 9, 4). San Pablo, cuando persigue a Cristo en la Iglesia, comprende que la cruz no es "una maldición de Dios" (Dt 21, 23), sino sacrificio para nuestra redención.

El Apóstol contempla fascinado el secreto escondido del Crucificado-resucitado y a través de los sufrimientos experimentados por Cristo en su humanidad (dimensión terrena) se remonta a la existencia eterna en la que es uno con el Padre (dimensión pre-temporal): "Al llegar la plenitud de los tiempos —escribe— envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4, 4-5).

Estas dos dimensiones, la preexistencia eterna junto al Padre y el descenso del Señor en la encarnación, se anuncian ya en el Antiguo Testamento, en la figura de la Sabiduría. En los Libros sapienciales del Antiguo Testamento encontramos algunos textos que exaltan el papel de la Sabiduría, que existe desde antes de la creación del mundo. En este sentido deben leerse pasajes como este del Salmo 90: "Antes de que nacieran los montes, o fuera engendrado el orbe de la tierra, desde siempre y por siempre tú eres Dios" (v. 2); o pasajes como el que habla de la Sabiduría creadora: "El Señor me creó, primicia de su camino, antes que sus obras más antiguas. Desde la eternidad fui fundada, desde el principio, antes que la tierra" (Pr 8, 22-23). También es sugestivo el elogio de la Sabiduría, contenido en el libro homónimo: "La Sabiduría se despliega vigorosamente de un confín al otro del mundo y gobierna de excelente manera el universo" (Sb 8, 1).

Los mismos textos sapienciales que hablan de la preexistencia eterna de la Sabiduría, hablan de su descenso, del abajamiento de esta Sabiduría, que se creó una tienda entre los hombres. Así ya sentimos resonar las palabras del Evangelio de san Juan que habla de la tienda de la carne del Señor. Se creó una tienda en el Antiguo Testamento: aquí se refiere al templo, al culto según la "Torá"; pero, desde el punto de vista del Nuevo Testamento, podemos entender que era sólo una prefiguración de la tienda mucho más real y significativa: la tienda de la carne de Cristo. Y ya en los libros del Antiguo Testamento vemos que este abajamiento de la Sabiduría, su descenso a la carne, implica también la posibilidad de ser rechazada.

San Pablo, desarrollando su cristología, se refiere precisamente a esta perspectiva sapiencial: reconoce en Jesús a la Sabiduría eterna que existe desde siempre, la Sabiduría que desciende y se crea una tienda entre nosotros; así, puede describir a Cristo como "fuerza y sabiduría de Dios"; puede decir que Cristo se ha convertido para nosotros en "sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención" (1 Co 1, 24.30). De la misma forma, san Pablo aclara que Cristo, al igual que la Sabiduría, puede ser rechazado sobre todo por los dominadores de este mundo (cf. 1 Co 2, 6-9), de modo que en los planes de Dios puede crearse una situación paradójica: la cruz, que se transformará en camino de salvación para todo el género humano.

Un desarrollo posterior de este ciclo sapiencial, según el cual la Sabiduría se abaja para después ser exaltada a pesar del rechazo, se encuentra en el famoso himno contenido en la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 6-11). Se trata de uno de los textos más elevados de todo el Nuevo Testamento. Los exegetas, en su gran mayoría, concuerdan en considerar que este pasaje contiene una composición anterior al texto de la carta a los Filipenses. Este es un dato de gran importancia, porque significa que el judeo-cristianismo, antes de san Pablo, creía en la divinidad de Jesús. En otras palabras, la fe en la divinidad de Jesús no es un invento helenístico, surgido mucho después de la vida terrena de Jesús, un invento que, olvidando su humanidad, lo habría divinizado. En realidad, vemos que el primer judeo-cristianismo creía en la divinidad de Jesús; más aún, podemos decir que los Apóstoles mismos, en los grandes momentos de la vida de su Maestro, comprendieron que era el Hijo de Dios, como dijo san Pedro en Cesarea de Filipo: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16).

Pero volvamos al himno de la carta a los Filipenses. Este texto puede estar estructurado en tres estrofas, que ilustran los momentos principales del recorrido realizado por Cristo. Su preexistencia está expresada en las palabras: "A pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios" (v. 6). Sigue después el abajamiento voluntario del Hijo en la segunda estrofa: "Se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo" (v. 7), hasta humillarse "obedeciendo hasta la muerte y una muerte de cruz" (v. 8). La tercera estrofa del himno anuncia la respuesta del Padre a la humillación del Hijo: "Por eso Dios lo exaltó y le concedió el Nombre que está sobre todo nombre" (v. 9).

Lo que impresiona es el contraste entre el abajamiento radical y la siguiente glorificación en la gloria de Dios. Es evidente que esta segunda estrofa está en contraste con la pretensión de Adán, que quería hacerse Dios, y también está en contraste con el gesto de los constructores de la torre de Babel, que querían edificar por sí solos el puente hasta el cielo y convertirse ellos mismos en divinidad. Pero esta iniciativa de la soberbia acabó en la autodestrucción: así no se llega al cielo, a la verdadera felicidad, a Dios. El gesto del Hijo de Dios es exactamente lo contrario: no la soberbia, sino la humildad, que es la realización del amor, y el amor es divino. La iniciativa de abajamiento, de humildad radical de Cristo, con la cual contrasta la soberbia humana, es realmente expresión del amor divino; a ella le sigue la elevación al cielo a la que Dios nos atrae con su amor.

Además de la carta a los Filipenses, hay otros lugares de la literatura paulina donde los temas de la preexistencia y el descenso del Hijo de Dios a la tierra están unidos entre sí. Una reafirmación de la identificación entre Sabiduría y Cristo, con todas sus implicaciones cósmicas y antropológicas, se encuentra en la primera carta a Timoteo: "Él ha sido manifestado en la carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, proclamado a los gentiles, creído en el mundo, levantado a la gloria" (1 Tm 3, 16). Sobre todo con estas premisas se puede definir mejor la función de Cristo como Mediador único, en la perspectiva del único Dios del Antiguo Testamento (cf. 1 Tm 2, 5 en relación con Is 43, 10-11; 44, 6). Cristo es el verdadero puente que nos guía al cielo, a la comunión con Dios.

Por último, sólo una alusión a los últimos desarrollos de la cristología de san Pablo en las cartas a los Colosenses y a los Efesios. En la primera, a Cristo se le califica como "primogénito de toda la creación" (cf. Col 1, 15-20). La palabra "primogénito" implica que el primero entre muchos hijos, el primero entre muchos hermanos y hermanas, bajó para atraernos y hacernos sus hermanos y hermanas. En la carta a los Efesios encontramos la hermosa exposición del plan divino de la salvación, cuando san Pablo dice que Dios quería recapitularlo todo en Cristo (cf. Ef 1, 3-23). Cristo es la recapitulación de todo, lo asume todo y nos guía a Dios. Así nos implica en un movimiento de descenso y de ascenso, invitándonos a participar en su humildad, es decir, en su amor al prójimo, para ser así partícipes también de su glorificación, convirtiéndonos con él en hijos en el Hijo. Pidamos al Señor que nos ayude a conformarnos a su humildad, a su amor, para ser así partícipes de su divinización.

Fuente: Vaticano (ES) (IT) (EN)

miércoles, 15 de octubre de 2008

Catequesis San Pablo VIII: La dimensión eclesiológica del pensamiento de san Pablo

Audiencia General - Miércoles 15 de octubre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis del miércoles pasado hablé de la relación de san Pablo con el Jesús prepascual en su vida terrena. La cuestión era: "¿Qué supo san Pablo de la vida de Jesús, de sus palabras, de su pasión?". Hoy quiero hablar de la enseñanza de san Pablo sobre la Iglesia. Debemos comenzar por la constatación de que esta palabra "Iglesia" en español, —como "Église" en francés o "Chiesa" en italiano— está tomada del griego Ekklēsía. Proviene del Antiguo Testamento y significa la asamblea del pueblo de Israel, convocada por Dios, y de modo particular la asamblea ejemplar al pie del Sinaí.

Con esta palabra se define ahora la nueva comunidad de los creyentes en Cristo que se sienten asamblea de Dios, la nueva convocatoria de todos los pueblos por parte de Dios y ante él. La palabra Ekklēsía aparece por primera vez en la obra de san Pablo, que es el primer autor de un escrito cristiano. Esto sucede en el inicio de la primera carta a los Tesalonicenses, donde san Pablo se dirige textualmente "a la Iglesia de los Tesalonicenses" (cf. después también a la "Iglesia de los Laodicenses" en Col 4, 16). En otras cartas habla de la Iglesia de Dios que está en Corinto (cf. 1 Co 1, 2; 2 Co 1, 1), que está en Galacia (cf. Ga 1, 2 etc.) —por tanto, Iglesias particulares—, pero dice también que persiguió a "la Iglesia de Dios", no a una comunidad local determinada, sino a "la Iglesia de Dios".

Así vemos que el significado de la palabra "Iglesia" tiene muchas dimensiones: por una parte, indica las asambleas de Dios en determinados lugares (una ciudad, un país, una casa), pero significa también toda la Iglesia en su conjunto. Así vemos que "la Iglesia de Dios" no es sólo la suma de distintas Iglesias locales, sino que las diversas Iglesias locales son a su vez realización de la única Iglesia de Dios. Todas juntas son la "Iglesia de Dios", que precede a las distintas Iglesias locales, y que se expresa, se realiza en ellas.

Es importante observar que casi siempre la palabra "Iglesia" aparece con el añadido de la calificación "de Dios": no es una asociación humana, nacida de ideas o intereses comunes, sino de una convocación de Dios. Él la ha convocado y por eso es una en todas sus realizaciones. La unidad de Dios crea la unidad de la Iglesia en todos los lugares donde se encuentra. Más tarde, en la carta a los Efesios, san Pablo elaborará abundantemente el concepto de unidad de la Iglesia, en continuidad con el concepto de pueblo de Dios, Israel, considerado por los profetas como "esposa de Dios", llamada a vivir una relación esponsal con él.

San Pablo presenta a la única Iglesia de Dios como "esposa de Cristo" en el amor, un solo cuerpo y un solo espíritu con Cristo mismo. Es sabido que, de joven, san Pablo había sido adversario encarnizado del nuevo movimiento constituido por la Iglesia de Cristo. Había sido su adversario, porque consideraba que este nuevo movimiento amenazaba la fidelidad a la tradición del pueblo de Dios, animado por la fe en el Dios único. Esta fidelidad se expresaba sobre todo en la circuncisión, en la observancia de las reglas de la pureza cultual, de la abstención de ciertos alimentos, y del respeto del sábado.

Los israelitas habían pagado esta fidelidad con la sangre de los mártires en el período de los Macabeos, cuando el régimen helenista quería obligar a todos los pueblos a conformarse a la única cultura helenística. Muchos israelitas habían defendido con su sangre la vocación propia de Israel. Los mártires habían pagado con la vida la identidad de su pueblo, que se expresaba mediante estos elementos.

Tras el encuentro con Cristo resucitado, san Pablo entendió que los cristianos no eran traidores; al contrario, en la nueva situación, el Dios de Israel, mediante Cristo, había extendido su llamada a todas las gentes, convirtiéndose en el Dios de todos los pueblos. De esta forma se realizaba la fidelidad al único Dios; ya no eran necesarios los signos distintivos constituidos por las normas y las observancias particulares, porque todos estaban llamados, en su variedad, a formar parte del único pueblo de Dios en la "Iglesia de Dios" en Cristo.

En la nueva situación san Pablo tuvo clara inmediatamente una cosa: el valor fundamental y fundante de Cristo y de la "palabra" que lo anunciaba. San Pablo sabía que no sólo no se llega a ser cristiano por coerción, sino que en la configuración interna de la nueva comunidad el componente institucional estaba inevitablemente vinculado a la "palabra" viva, al anuncio del Cristo vivo en el cual Dios se abre a todos los pueblos y los une en un único pueblo de Dios. Es sintomático que san Lucas, en los Hechos de los Apóstoles utilice muchas veces, incluso a propósito de san Pablo, el sintagma "anunciar la palabra" (Hch 4, 29.31; 8, 25; 11, 19; 13, 46; 14, 25; 16, 6.32), con la evidente intención de poner fuertemente de relieve el alcance decisivo de la "palabra" del anuncio.
En concreto, esta palabra está constituida por la cruz y la resurrección de Cristo, en la que han encontrado realización las Escrituras. El misterio pascual, que provocó el viraje de su vida en el camino de Damasco, está obviamente en el centro de la predicación del Apóstol (cf. 1 Co 2, 2; 15, 14). Este misterio, anunciado en la palabra, se realiza en los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía, y se hace realidad en la caridad cristiana. La obra evangelizadora de san Pablo no tiene otro fin que implantar la comunidad de los creyentes en Cristo.

Esta idea está encerrada dentro de la etimología misma de la palabra Ekklēsía, que san Pablo, y con él todo el cristianismo, prefirió al otro término, "sinagoga", no sólo porque originariamente el primero es más "laico" (deriva de la praxis griega de la asamblea política y no propiamente religiosa), sino también porque implica directamente la idea más teológica de una llamada ab extra, y por tanto no una simple reunión; los creyentes son llamados por Dios, quien los reúne en una comunidad, su Iglesia.

En esta línea podemos comprender también el original concepto, exclusivamente paulino, de la Iglesia como "Cuerpo de Cristo". Al respecto, conviene tener presente las dos dimensiones de este concepto. Una es de carácter sociológico, según la cual el cuerpo está formado por sus componentes y no existiría sin ellos. Esta interpretación aparece en la carta a los Romanos y en la primera carta a los Corintios, donde san Pablo asume una imagen que ya existía en la sociología romana: dice que un pueblo es como un cuerpo con distintos miembros, cada uno de los cuales tiene su función, pero todos, incluso los más pequeños y aparentemente insignificantes, son necesarios para que el cuerpo pueda vivir y realizar sus funciones.

Oportunamente el Apóstol observa que en la Iglesia hay muchas vocaciones: profetas, apóstoles, maestros, personas sencillas, todos llamados a vivir cada día la caridad, todos necesarios para construir la unidad viva de este organismo espiritual. La otra interpretación hace referencia al Cuerpo mismo de Cristo. San Pablo sostiene que la Iglesia no es sólo un organismo, sino que se convierte realmente en cuerpo de Cristo en el sacramento de la Eucaristía, donde todos recibimos su Cuerpo y llegamos a ser realmente su Cuerpo. Así se realiza el misterio esponsal: todos son un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo. De este modo la realidad va mucho más allá de la imaginación sociológica, expresando su verdadera esencia profunda, es decir, la unidad de todos los bautizados en Cristo, a los que el Apóstol considera "uno" en Cristo, conformados al sacramento de su Cuerpo.

Al decir esto, san Pablo muestra que sabe bien y nos da a entender a todos que la Iglesia no es suya y no es nuestra: la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, es "Iglesia de Dios", "campo de Dios, edificación de Dios, (...) templo de Dios" (1 Co 3, 9.16). Esta última designación es particularmente interesante, porque atribuye a un tejido de relaciones interpersonales un término que comúnmente servía para indicar un lugar físico, considerado sagrado. La relación entre Iglesia y templo asume, por tanto, dos dimensiones complementarias: por una parte, se aplica a la comunidad eclesial la característica de separación y pureza que tenía el edificio sagrado; pero, por otra, se supera también el concepto de un espacio material, para transferir este valor a la realidad de una comunidad viva de fe. Si antes los templos se consideraban lugares de la presencia de Dios, ahora se sabe y se ve que Dios no habita en edificios hechos de piedra, sino que el lugar de la presencia de Dios en el mundo es la comunidad viva de los creyentes.

Merecería un discurso aparte la calificación de "pueblo de Dios", que en san Pablo se aplica sustancialmente al pueblo del Antiguo Testamento y después a los paganos, que eran "el no pueblo" y se han convertido también ellos en pueblo de Dios gracias a su inserción en Cristo mediante la palabra y el sacramento.

Un último detalle. En la carta a Timoteo san Pablo califica a la Iglesia como "casa de Dios" (1Tm 3, 15); se trata de una definición realmente original, porque se refiere a la Iglesia como estructura comunitaria en la que se viven cordiales relaciones interpersonales de carácter familiar. El Apóstol nos ayuda a comprender cada vez más a fondo el misterio de la Iglesia en sus distintas dimensiones de asamblea de Dios en el mundo. Esta es la grandeza de la Iglesia y la grandeza de nuestra llamada: somos templo de Dios en el mundo, lugar donde Dios habita realmente; y, al mismo tiempo, somos comunidad, familia de Dios, que es caridad. Como familia y casa de Dios debemos realizar en el mundo la caridad de Dios y ser así, con la fuerza que viene de la fe, lugar y signo de su presencia.

Pidamos al Señor que nos conceda ser cada vez más su Iglesia, su Cuerpo, el lugar de la presencia de su caridad en nuestro mundo y en nuestra historia.

Fuente: Vaticano (ES) (IT) (EN)