Bienvenidos!!

Iniciamos el blog, con una pequeña explicación del significado de Siervo de Yahveh.

He escogido este nombre puesto que el Blog pretende recoger reflexiones e información que me resulta de gran interés, como la relación entre el cristianismo y el judaismo, profundizar en las raices judias, tradiciones, significados y misdrash, asi como el significado de los diferentes lugares de tierra santa, llamada también "El Quinto Evangelio".

También la vida de los primeros cristianos y apóstoles, con especial interés en San Pablo, dado que estamos en el año paulino y que es mi patrón.

No quiero tampoco olvidar la evangelización, el anuncio del kerigma (buena noticia), las personas que se dedican a ayudar a los pobres, de espíritu y de bienes.

Pretendo recoger en el blog, todo aquello que me resulta de interés dentro de los temas anteriormente comentados.

Es posible que haga alusiones al Camino Neocatecumenal, itinerario de formación permanente en la fe, en el que empecé hace ya muchos años. Utilizaré un vocabulario conocido para los hermanos del camino neocatecumenal (que es el vocabulario que tengo) .Quiero dejar constancia que el blog no es un blog del Camino Neocatecumenal ni sobre el Camino Neocatecumenal ni sobre Kiko Argüello, Carmen Hernández ni el Padre Mario, si no que es tan solo un blog personal de mi, un catecúmeno.

martes, 30 de junio de 2009

Homilía de Benedicto XVI al Clausurar el Año Paulino

El Papa anuncia que se han encontrado restos humanos del siglo I en la tumba de Pablo

CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 29 junio 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la tarde de este domingo en la Basílica de San Pablo Extramuros al presidir la celebración de las primeras vísperas de la solemnidad de los santos Pedro y Pablo con motivo de la clausura del Año Paulino.

Señores cardenales,venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,ilustres miembros de la delegación del patriarcado ecuménico,queridos hermanos y hermanas:

Dirijo a cada uno mi saludo cordial. En particular, saludo al cardenal arcipreste de esta basílica y a sus colaboradores, saludo al abad de la comunidad monástica benedictina; saludo también a la delegación del patriarcado ecuménico de Constantinopla. Esta tarde se concluye el año conmemorativo del nacimiento de san Pablo. Nos encontramos recogidos ante la tumba del apóstol, cuyo sarcófago, conservado bajo el altar papal, recientemente ha sido objeto de un atento análisis científico: en el sarcófago, que no había sido abierto nunca en tantos siglos, se hizo una pequeñísima perforación para introducir una sonda especial, mediante la cual se han encontrado restos de un precioso tejido de lino de color púrpura, bañado en oro, y de un tejido de color azul con filamentos de lino. Se encontraron también granos de incienso rojo y de sustancias proteicas calcáreas. Además, se han descubierto pequeñísimos fragmentos óseos, sometidos al examen del carbono 14 por parte de expertos que, sin saber la procedencia,pertenecían a una persona que vivió entre los siglos I y II. Esto parece confirmar la unánime e incontrovertida tradición de que se tratan de los restos mortales del apóstol Pablo. Todo esto llena nuestro ánimo de profunda emoción. Durante estos meses muchas personas han seguido los caminos del apóstol, los exteriores y más aún los interiores que él recorrió durante su vida: el camino de Damasco hacia el encuentro con el Resucitado; los caminos en el mundo mediterráneo que él atravesó con la llama del Evangelio, encontrando contradicciones y adhesiones, hasta el martirio, por el cual pertenece para siempre a la Iglesia de Roma. A ella dirigió también su Carta más grande e importante. El Año Paulino se concluye, pero estar en camino junto a Pablo --con él y gracias a él venir a conocer a Jesús y, como él, ser iluminados y transformados por el Evangelio-- formará siempre parte de la existencia cristiana. Y siempre, yendo más allá del ámbito de los creyentes, sigue siendo el "maestro de las gentes", que quiere llevar el mensaje del Resucitado a todos los hombres, porque Cristo los ha conocido y amado a todos; y murió y resucitó por todos ellos. Queremos, por tanto, escucharlo también en esta hora en la que iniciamos solemnemente la fiesta de los dos apóstoles unidos entre sí por un estrecho lazo.

Como parte constitutiva de su estructura, las cartas de Pablo -haciendo referencia al lugar y a la situación particular- explican ante todo el misterio de Cristo, nos enseñan la fe. En una segunda parte, sigue la aplicación a nuestra vida: ¿qué se deriva de fe? ¿Cómo se plasma nuestra existencia día a día? En la Carta a los Romanos, esta segunda parte comienza con el capítulo XII, en cuyos dos primeros versículos el apóstol resume rápidamente el núcleo esencial de la existencia cristiana. ¿Qué nos dice san Pablo en ese pasaje? Ante todo afirma, como algo fundamental, que con Cristo se inició una nueva manera de venerar a Dios, un nuevo culto, que consiste en el hecho de que el hombre viviente se transforma él mismo en adoración, "sacrificio" hasta en el propio cuerpo. Ya no se ofrecen cosas a Dios. Nuestra propia existencia debe convertirse en alabanza de Dios. ¿Pero cómo sucede esto? En el segundo versículo se nos da la respuesta: "No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios..." (12, 2). Las dos palabras decisivas de este versículo son: "transformar" y "renovar". Debemos convertirnos en hombres nuevos, transformados en un nuevo modo de existencia. El mundo siempre está a la búsqueda de la novedad, porque con razón está siempre descontento de la realidad concreta. Pablo nos dice: el mundo no puede ser renovado sin hombres nuevos. Sólo si hay hombres nuevos, habrá también un mundo nuevo, un mundo renovado y mejor. En el inicio está la renovación del hombre. Esto vale después para cada uno. Sólo si nos convertimos en hombres nuevos, el mundo se convertirá en nuevo. Esto significa también que no basta adaptarse a la situación actual. El apóstol nos exhorta a no ser conformistas. En nuestra Carta se dice: no hay que someterse al esquema de la época actual. Tendremos que volver a hablar de este punto al reflexionar sobre el segundo texto en el que en esta tarde quiero meditar. El "no" del apóstol es claro y también convincente para quien observa el "esquema" de nuestro mundo. Pero llegar a ser nuevos, ¿cómo se puede conseguir? ¿Somos de verdad capaces? Al explicar cómo convertirse en hombres nuevos, Pablo alude a la propia conversión: a su encuentro con Cristo resucitado, encuentro del que la Segunda Carta a los Corintios dice: "El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo" (5,17). Era tan convulsionante para él este encuentro con Cristo que dice: "Estoy muerto" (Gálatas 2, 19; Cf. Romanos 6). Él se convirtió en nuevo, en otro, porque ya no vive para sí en virtud de sí mismo, sino por Cristo que está en él. En el curso de los años, sin embargo, pudo ver que este proceso de renovación y de transformación continúa durante toda la vida. Nos convertimos en nuevos, si nos dejamos conquistar y plasmar por el Hombre nuevo, Jesucristo. Él es el Hombre nuevo por excelencia. En Él la nueva existencia humana se convierte en realidad, y nosotros podemos verdaderamente convertirnos en nuevos si nos ponemos en sus manos y nos dejamos plasmar por Él.

Pablo hace aún más claro este proceso de "refundición" diciendo que nos convertimos en nuevos si transformamos nuestro modo de pensar. Esto que aquí ha sido traducido como "modo de pensar", es el término griego "nous". Es una palabra compleja. Puede ser traducida como "espíritu", "sentimiento", "razón" y, también, como "modo de pensar". Nuestra razón debe convertirse en nueva. Esto nos sorprende. Tal vez habríamos esperado que tuviera que ver con alguna actitud: aquello que en nuestra acción debemos cambiar. Pero no: la renovación debe ser completa. Nuestro modo de ver el mundo, de comprender la realidad, todo nuestro pensar, debe cambiar a partir de su fundamento. El pensamiento del hombre viejo, el modo de pensar común está dirigido en general hacia la posesión, el bienestar, la influencia, el éxito, y la fama. Pero de esta manera tiene un alcance muy limitado. Así, en último análisis, queda el propio "yo" en el centro del mundo. Debemos aprender a pensar de manera profunda. Qué significa eso. Lo dice san Pablo en la segunda parte de la frase: es necesario aprender a comprender la voluntad de Dios, de modo que plasme nuestra voluntad, para que nosotros queramos lo que Dios quiere, porque reconocemos que aquello que Dios quiere es lo bello y lo bueno. Se trata, por tanto, de un viraje de fondo en nuestra orientación espiritual. Dios debe entrar en el horizonte de nuestro pensamiento: aquello que Dios quiere y el modo según el cual Él ha ideado al mundo y me ha ideado. Debemos aprender a participar en la manera de pensar y querer de Jesucristo. Entonces seremos hombres nuevos en los que emerge un mundo nuevo.

Este mismo pensamiento sobre la necesaria renovación de nuestro ser como persona humana, Pablo lo ilustró ulteriormente en dos párrafos de la Carta a los Efesios, sobre los cuales queremos reflexionar ahora brevemente. En el cuarto capítulo de la Carta, el apóstol nos dice que con Cristo tenemos que alcanzar la edad adulta, una humanidad madura. No podemos seguir siendo "niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina" (4, 14). Pablo desea que los cristianos tengamos una fe "responsable", una fe "adulta". La palabra "fe adulta" en los últimos decenios se ha transformado en un eslogan difundido. Con frecuencia se entiende como la actitud de quien no escucha a la Iglesia y a sus pastores, sino que elige de forma autónoma lo que quiere creer y no creer, es decir, una fe "hecha por uno mismo". Esto se interpreta como "valentía" para expresarse en contra de Magisterio de la Iglesia. En realidad para esto no es necesaria la valentía, porque se puede siempre estar seguro del aplauso público. En cambio la valentía es necesaria para unirse a la fe de la Iglesia, incluso si ésta contradice al "esquema" del mundo contemporáneo. A esta falta de conformismo de la fe Pablo llama una "fe adulta". Califica en cambio como infantil el hecho de correr detrás de los vientos y de las corrientes del tiempo. De este modo forma parte de la fe adulta, por ejemplo, comprometerse con la inviolabilidad de la vida humana desde el primer momento de su concepción, oponiéndose con ello de forma radical al principio de la violencia, precisamente en defensa de las criaturas humanas más vulnerables. Forma parte de la fe adulta reconocer el matrimonio entre un hombre y una mujer para toda la vida como ordenado por el Creador, reestablecido nuevamente por Cristo. La fe adulta no se deja transportar de un lado a otro por cualquier corriente. Se opone a los vientos de la moda. Sabe que estos vientos no son el soplo del Espíritu Santo; sabe que el Espíritu de Dios se expresa y se manifiesta en la comunión con Jesucristo. Pero Pablo no se detiene en la negación, sino que nos lleva hacia el gran "sí". Describe la fe madura, realmente adulta de forma positiva con la expresión: "actuar según la verdad en la caridad" (cfr Efesios 4, 15). El nuevo modo de pensar, que nos ofrece la fe, se desarrolla primero hacia la verdad. El poder del mal es la mentira. El poder de la fe, el poder de Dios, es la verdad. La verdad sobre el mundo y sobre nosotros mismos se hace visible cuando miramos a Dios. Y Dios se nos hace visible en el rostro de Jesucristo. Al contemplar a Cristo reconocemos algo más: verdad y caridad son inseparables. En Dios, ambas son una sola cosa: es precisamente ésta la esencia de Dios. Por este motivo, para los cristianos verdad y caridad van unidas. La caridad es la prueba de la verdad. Siempre seremos constantemente medidos según este criterio: que la verdad se transforme en caridad para ser verdaderos.

Otro pensamiento importante aparece en el versículo de san Pablo. El apóstol nos dice que, actuando según la verdad en la caridad, contribuimos a hacer que el todo -el universo- crezca hacia Cristo. Pablo, en virtud de su fe, no se interesa sólo por nuestra personal rectitud o por el crecimiento de la Iglesia. Él se interesa por el universo: "ta pánta". La finalidad última de la obra de Cristo es el universo -la transformación del universo, de todo el mundo humano, de la entera creación. Quien junto con Cristo sirve a la verdad en la caridad, contribuye al verdadero progreso del mundo. Sí, es completamente claro que Pablo conoce la idea del progreso. Cristo, su vivir, sufrir y resucitar, ha sido el verdadero gran salto del progreso para la humanidad, para el mundo. Ahora, en cambio, el universo tiene que crecer hacia Él. Donde aumenta la presencia de Cristo, allí está el verdadero progreso del mundo. Allí el hombre se hace nuevo y así se transforma en nuevo mundo.

Esto mismo Pablo hace que sea evidente desde otro punto de vista. En el tercer capítulo de la Carta a los Efesios, habla de la necesidad de ser "fortalecidos en el hombre interior" (3, 16). Con esto retoma un argumento que anteriormente, en una situación de tribulación, había tratado en la Segunda Carta a los Corintios: "Aún cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día" (4,16). El hombre interior tiene que reforzarse -es un imperativo muy apropiado para nuestro tiempo en el que los hombres a menudo permanecen interiormente vacíos y por lo tanto tienen que aferrarse a promesas y narcóticos, que después tienen como consecuencia un ulterior crecimiento del sentido de vacío en su interior. El vacío interior -la debilidad del hombre interior- es uno de los más grandes problemas de nuestro tiempo. Tiene que reforzarse la interioridad -la perspectiva del corazón; la capacidad de ver y comprender el mundo y el hombre desde dentro, con el corazón. Tenemos necesidad de una razón iluminada desde el corazón, para aprender a actuar según la verdad en la caridad. Pero esto no se realiza sin una íntima relación con Dios, sin la vida de oración. Tenemos necesidad del encuentro con Dios, que se nos ofrece en los sacramentos. Y no podemos hablar a Dios en la oración, sino le dejamos que hable antes Él mismo, si no le escuchamos en la palabra que Él nos ha donado. Sobre esto, Pablo nos dice: "que Cristo habite por la fe en sus corazones, para que arraigados y cimentados en el amor, puedan comprender con todos los Santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo que excede a todo conocimiento" (Ef 3,17). El amor ve más allá de la simple razón, esto es lo que Pablo nos dice con sus palabras. Y nos dice además que sólo en la comunión con todos los santos, es decir en la gran comunidad de todos los creyentes -y no en contra o en ausencia de ella- podemos conocer la enormidad del misterio de Cristo. Esta enormidad la describe con palabras que quieren expresar la dimensión del cosmos: anchura, longitud, altura y profundidad. El misterio de Cristo es una enormidad cósmica: Él no pertenece sólo a un determinado grupo. El Cristo crucificado abraza el entero universo en todas sus dimensiones. Toma el mundo en sus manos y lo eleva hacia Dios. Empezando por san Ireneo de Lyon -es decir, desde el siglo II- los Padres han visto en esta anchura, longitud, altura y profundidad del amor de Cristo una alusión a la Cruz. El amor de Cristo ha abrazado en la Cruz la profundidad más honda, la noche de la muerte, y la altura suprema, la elevación del mismo Dios. Y ha tomado entre sus brazos la amplitud y la enormidad de la humanidad y del mundo en todas sus distancias. Él abraza siempre al universo, a todos nosotros.

Oremos al Señor para que nos ayude a reconocer algo de la enormidad de su amor. Oremos para que su amor y su verdad toquen nuestro corazón. Pidamos que Cristo viva en nuestros corazones y nos haga ser hombres nuevos, que actúan según la verdad en la caridad. Amen.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Catequesis San Pablo XX: El martirio de san Pablo

Audiencia General - Miércoles 4 de febrero de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

La serie de nuestras catequesis sobre la figura de san Pablo ha llegado a su conclusión: hoy queremos hablar del final de su vida terrena. La antigua tradición cristiana testifica unánimemente que la muerte de san Pablo tuvo lugar como consecuencia del martirio sufrido aquí en Roma. Los escritos del Nuevo Testamento no recogen el hecho. Los Hechos de los Apóstoles terminan su relato aludiendo a la condición de prisionero del Apóstol, que sin embargo podía recibir a todos aquellos que lo visitaban (cf. Hch 28, 30-31). Sólo en la segunda carta a Timoteo encontramos estas palabras suyas premonitorias: "Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación, y ha llegado el momento de desplegar las velas" (2 Tm 4, 6; cf. Flp 2, 17). Aquí se usan dos imágenes: la cultual del sacrificio, que ya había utilizado en la carta a los Filipenses, interpretando el martirio como parte del sacrificio de Cristo; y la marinera, de soltar las amarras: dos imágenes que, juntas, aluden discretamente al acontecimiento de la muerte, y de una muerte cruenta.

El primer testimonio explícito sobre el final de san Pablo nos viene de la mitad de los años 90 del siglo I y, por tanto, poco más de treinta años después de su muerte efectiva. Se trata precisamente de la carta que la Iglesia de Roma, con su obispo Clemente I, escribió a la Iglesia de Corinto. En ese texto epistolar se invita a tener ante los ojos el ejemplo de los Apóstoles e, inmediatamente después de mencionar el martirio de Pedro, se lee así: "Por los celos y la discordia, san Pablo se vio obligado a mostrarnos cómo se consigue el premio de la paciencia. Arrestado siete veces, exiliado, lapidado, fue el heraldo de Cristo en Oriente y en Occidente; y, por su fe, consiguió una gloria pura. Tras haber predicado la justicia en todo el mundo y tras haber llegado hasta el extremo de Occidente, sufrió el martirio ante los gobernantes; así partió de este mundo y llegó al lugar santo, convertido así en el mayor modelo de paciencia" (1 Clem 5, 2). La paciencia de la que habla es expresión de su comunión con la pasión de Cristo, de la generosidad y constancia con la que aceptó un largo camino de sufrimiento, hasta poder decir: "Llevo en mi cuerpo las señales de Jesús" (Ga 6, 17). En el texto de san Clemente hemos escuchado que san Pablo habría llegado "hasta el extremo de Occidente". Se discute si esto alude a un viaje a España que san Pablo habría realizado. No existe certeza sobre esto, pero es verdad que san Pablo en su carta a los Romanos expresa su intención de ir a España (cf. Rm 15, 24).

En cambio, es muy interesante, en la carta de Clemente, la sucesión de los nombres de Pedro y Pablo, aunque están invertidos en el testimonio de Eusebio de Cesarea, en el sigloIV, el cual, hablando del emperador Nerón, escribe: "Durante su reinado Pablo fue decapitado precisamente en Roma, y Pedro fue allí crucificado. El relato está confirmado por el nombre de Pedro y de Pablo, que aún hoy se conserva en sus sepulcros en esa ciudad" (Hist. eccl. 2, 25, 5). Eusebio después continúa refiriendo la declaración anterior de un presbítero romano llamado Gayo, que se remonta a los inicios del siglo II: "Yo te puedo mostrar los trofeos de los apóstoles: si vas al Vaticano o a la vía Ostiense, allí encontrarás los trofeos de los fundadores de la Iglesia" (ib. 2, 25, 6-7). Los "trofeos" son los monumentos sepulcrales, y se trata de las mismas sepulturas de san Pedro y de san Pablo que aún hoy veneramos, tras dos milenios, en los mismos lugares: aquí, en el Vaticano, por lo que respecta a san Pedro; y en la basílica de San Pablo extramuros, en la vía Ostiense, por lo que atañe al Apóstol de los gentiles.

Es interesante notar que los dos grandes Apóstoles son mencionados juntos. Aunque ninguna fuente antigua habla de un ministerio simultáneo suyo en Roma, la sucesiva conciencia cristiana, sobre la base de su sepultura común en la capital del imperio, los asociará también como fundadores de la Iglesia de Roma. En efecto, en san Ireneo de Lyon, a finales del siglo II, a propósito de la sucesión apostólica en las distintas Iglesias, se lee: "Dado que sería demasiado largo enumerar las sucesiones de todas las Iglesias, tomaremos la Iglesia grandísima y antiquísima y de todos conocida, la Iglesia fundada y establecida en Roma por los dos gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo" (Adv. haer. 3, 3, 2).

Dejemos aparte la figura de san Pedro y concentrémonos en la de san Pablo. Su martirio se narra por primera vez en los Hechos de Pablo, escritos hacia finales del siglo II, los cuales refieren que Nerón lo condenó a muerte por decapitación, ejecutada inmediatamente después (cf. 9, 5). La fecha de la muerte varía ya en las fuentes antiguas, que la sitúan entre la persecución desencadenada por Nerón mismo tras el incendio de Roma en julio del año 64 y el último año de su reinado, es decir, el 68 (cf. san Jerónimo, De viris ill. 5, 8). El cálculo depende mucho de la cronología de la llegada de san Pablo a Roma, un debate en el que no podemos entrar aquí. Tradiciones sucesivas precisarán otros dos elementos. Uno, el más legendario, es que el martirio tuvo lugar en las Acquae Salviae, en la vía Laurentina, con un triple rebote de la cabeza, cada uno de los cuales causó la salida de un chorro de agua, por lo que el lugar desde entonces hasta ahora se ha llamado "Tre Fontane" (Hechos de Pedro y Pablo del Pseudo Marcelo, del siglo V).

El otro, en consonancia con el antiguo testimonio, ya mencionado, del presbítero Gayo, es que su sepultura tuvo lugar no sólo "fuera de la ciudad..., en la segunda milla de la vía Ostiense", sino más precisamente "en la hacienda de Lucina", que era una matrona cristiana (Pasión de Pablo del Pseudo Abdías, del siglo VI). Aquí, en el siglo IV, el emperador Constantino erigió una primera iglesia, después muy ampliada entre los siglos IV y V por los emperadores Valentiniano II, Teodosio y Arcadio. Después del incendio de 1800, se erigió aquí la actual basílica de San Pablo extramuros.

En todo caso, la figura de san Pablo se destaca más allá de su vida terrena y de su muerte, pues dejó una extraordinaria herencia espiritual. También él, como verdadero discípulo de Jesús, se convirtió en signo de contradicción. Mientras que entre los llamados "ebionitas" —una corriente judeocristiana— era considerado como apóstata de la ley de Moisés, ya en el libro de los Hechos de los Apóstoles aparece una gran veneración hacia el apóstol san Pablo. Ahora quiero prescindir de la literatura apócrifa, como los Hechos de Pablo y Tecla y un epistolario apócrifo entre el apóstol san Pablo y el filósofo Séneca. Es importante constatar sobre todo que muy pronto las cartas de san Pablo entraron en la liturgia, donde la estructura profeta-apóstol-Evangelio es determinante para la forma de la liturgia de la Palabra. Así, gracias a esta "presencia" en la liturgia de la Iglesia, el pensamiento del Apóstol se convirtió en seguida en alimento espiritual para los fieles de todos los tiempos.

Es obvio que los Padres de la Iglesia y después todos los teólogos se han alimentado de las cartas de san Pablo y de su espiritualidad. Así, ha permanecido a lo largo de los siglos, hasta hoy, como verdadero maestro y apóstol de los gentiles. El primer comentario patrístico, que ha llegado hasta nosotros, sobre un escrito del Nuevo Testamento es el del gran teólogo alejandrino Orígenes, que comenta la carta de san Pablo a los Romanos. Por desgracia, este comentario sólo se conserva en parte. San Juan Crisóstomo, además de comentar sus cartas, escribió de él sus siete panegíricos memorables. San Agustín le deberá el paso decisivo de su propia conversión, y volverá a san Pablo durante toda su vida. De este diálogo permanente con el Apóstol deriva su gran teología católica y también la protestante de todos los tiempos. Santo Tomás de Aquino nos dejó un hermoso comentario a las cartas paulinas, que constituye el fruto más maduro de la exégesis medieval.

Un verdadero viraje se produjo en el siglo XVI con la Reforma protestante. El momento decisivo en la vida de Lutero fue el llamado "Turmerlebnis" (1517), en el que en un momento encontró una nueva interpretación de la doctrina paulina de la justificación. Una interpretación que lo liberó de los escrúpulos y de las ansias de su vida precedente y le dio una confianza nueva y radical en la bondad de Dios, que perdona todo sin condición. Desde ese momento, Lutero identificó el legalismo judeo-cristiano, condenado por el Apóstol, con el orden de vida de la Iglesia católica. Y, por eso, la Iglesia le pareció como expresión de la esclavitud de la ley, a la que opuso la libertad del Evangelio. El concilio de Trento, entre 1545 y 1563, interpretó profundamente la cuestión de la justificación y encontró en la línea de toda la tradición católica la síntesis entre ley y Evangelio, conforme al mensaje de la Sagrada Escritura leída en su totalidad y unidad.

En el siglo XIX, recogiendo la mejor herencia de la Ilustración, se produjo una revitalización del paulinismo, ahora sobre todo en el plano del trabajo científico desarrollado por la interpretación histórico-crítica de la Sagrada Escritura. Prescindimos aquí del hecho de que también en ese siglo, como luego en el XX, emergió una verdadera denigración de san Pablo. Pienso sobre todo en Nietzsche, que se burlaba de la teología de la humildad en san Pablo, oponiendo a ella su teología del hombre fuerte y poderoso.

Pero, prescindiendo de esto, vemos la corriente esencial de la nueva interpretación científica de la Sagrada Escritura y del nuevo paulinismo de ese siglo. En él se subrayó sobre todo como central en el pensamiento paulino el concepto de libertad: en él se vio el núcleo del pensamiento de san Pablo, como por otra parte ya había intuido Lutero. Ahora, sin embargo, el concepto de libertad se volvía a interpretar en el contexto del liberalismo moderno. Y además se subrayó fuertemente la diferencia entre el anuncio de san Pablo y el anuncio de Jesús. Y san Pablo apareció casi como un nuevo fundador del cristianismo.

Es cierto que en san Pablo la centralidad del reino de Dios, determinante para el anuncio de Jesús, se transforma en la centralidad de la cristología, cuyo punto determinante es el misterio pascual. Y del misterio pascual resultan los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía, como presencia permanente de este misterio, del que crece el Cuerpo de Cristo, del que se construye la Iglesia. Pero, sin entrar ahora en detalles, yo diría que precisamente en la nueva centralidad de la cristología y del misterio pascual se realiza el reino de Dios, y se hace concreto, presente, operante el anuncio auténtico de Jesús. En las catequesis anteriores hemos visto que precisamente esta novedad paulina es la fidelidad más profunda al anuncio de Jesús. Con el progreso de la exégesis, sobre todo en los últimos doscientos años, han aumentado también las convergencias entre la exégesis católica y la protestante, realizando así un consenso notable precisamente en el punto que estaba en el origen de la mayor disensión histórica. Por tanto, es una gran esperanza para la causa del ecumenismo, tan central para el concilio Vaticano II.

Al final quiero aludir brevemente a los diversos movimientos religiosos, surgidos en la edad moderna en el seno de la Iglesia católica, que hacen referencia al nombre de san Pablo. Así sucedió en el siglo XVI con la "Congregación de San Pablo", llamada de los Barnabitas, en el siglo XIX con los "Misioneros de San Pablo" o Paulistas, y en el siglo XX con la poliédrica "Familia Paulina" fundada por el beato Santiago Alberione, por no hablar del instituto secular de la "Compañía de San Pablo".

Fundamentalmente, permanece luminosa ante nosotros la figura de un apóstol y de un pensador cristiano sumamente fecundo y profundo, de cuya cercanía cada uno de nosotros puede sacar provecho. En uno de sus panegíricos, san Juan Crisóstomo hizo una original comparación entre san Pablo y Noé, expresándose así: san Pablo "no colocó juntos los ejes para fabricar un arca; más bien, en lugar de unir tablas de madera, compuso cartas y así no extrajo de las aguas a dos, tres o cinco miembros de su familia, sino a toda la ecumene que estaba a punto de perecer" (Paneg. 1, 5). Precisamente esto es lo que puede hacer aún y siempre el apóstol san Pablo. Por tanto, acudir a él, tanto a su ejemplo apostólico como a su doctrina, será un estímulo, si no una garantía, para la consolidación de la identidad cristiana de cada uno de nosotros y para el rejuvenecimiento de toda la Iglesia.

Fuente: Vaticano (ES) (IT) (EN)

miércoles, 28 de enero de 2009

Catequesis San Pablo XIX: Escritura y Tradición La estructura de la Iglesia

Audiencia General - Miércoles 28 de enero de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

Las últimas cartas del epistolario paulino, de las que quiero hablar hoy, se llaman cartas pastorales, porque se enviaron a algunas figuras de pastores de la Iglesia: dos a Timoteo y una a Tito, estrechos colaboradores de san Pablo. En Timoteo el Apóstol veía casi un alter ego; de hecho, le encomendó misiones importantes (en Macedonia: cf. Hch 19, 22; en Tesalónica: cf. 1 Ts 3, 6-7; en Corinto: cf. 1 Co 4, 17; 16, 10-11), y después escribió de él un elogio halagador: "Pues a nadie tengo de tan iguales sentimientos que se preocupe sinceramente de vuestros intereses" (Flp 2, 20).

Según la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea, del siglo IV, Timoteo fue después el primer obispo de Éfeso (cf. 3, 4). En cuanto a Tito, también él debió ser muy querido por el Apóstol, que lo define explícitamente "lleno de celo..., mi compañero y colaborador" (2 Co 8, 17.23); más aún, "mi verdadero hijo en la fe común" (Tt 1, 4). A Tito le habían encargado un par de misiones muy delicadas en la Iglesia de Corinto, cuyo resultado reconfortó a san Pablo (cf. 2 Co 7, 6-7.13; 8, 6). Seguidamente, por cuanto sabemos, Tito alcanzó a san Pablo en Nicópolis, en el Epiro, en Grecia (cf. Tt 3, 12), y después fue enviado por él a Dalmacia (cf. 2 Tm 4, 10). Según la carta dirigida a él, después fue obispo de Creta (cf. Tt 1, 5).

Las cartas dirigidas a estos dos pastores ocupan un lugar muy particular dentro del Nuevo Testamento. La mayoría de los exegetas es hoy del parecer que estas cartas no habrían sido escritas por san Pablo mismo, sino que su origen estaría en la "escuela de san Pablo", y reflejaría su herencia para una nueva generación, tal vez integrando algún breve escrito o palabra del Apóstol mismo. Por ejemplo, algunas palabras de la segunda carta a Timoteo parecen tan auténticas que sólo podrían venir del corazón y de los labios del Apóstol.

Sin duda la situación eclesial que emerge de estas cartas es diversa de la de los años centrales de la vida de san Pablo. Él ahora, retrospectivamente, se define a sí mismo "heraldo, apóstol y maestro" de los paganos en la fe y en la verdad (cf. 1 Tm 2, 7; 2 Tm 1, 11); se presenta como uno que ha obtenido misericordia, porque Jesucristo -así escribe- "quiso manifestar primeramente en mí toda su paciencia para que yo sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él para obtener vida eterna" (1 Tm 1, 16). Por tanto, lo esencial es que realmente en san Pablo, perseguidor convertido por la presencia del Resucitado, se manifiesta la magnanimidad del Señor para aliento nuestro, a fin de inducirnos a esperar y a confiar en la misericordia del Señor que, a pesar de nuestra pequeñez, puede hacer cosas grandes.

Los nuevos contextos culturales que aquí se presuponen van más allá de los años centrales de la vida de san Pablo. En efecto, se hace alusión a la aparición de enseñanzas que se pueden considerar totalmente equivocadas o falsas (cf. 1 Tm 4, 1-2; 2 Tm 3, 1-5), como las de quienes pretendían que el matrimonio no era bueno (cf. 1 Tm 4, 3). Vemos cuán moderna es esta preocupación, porque también hoy se lee a veces la Escritura como objeto de curiosidad histórica y no como palabra del Espíritu Santo, en la que podemos escuchar la voz misma del Señor y conocer su presencia en la historia. Podríamos decir que, con este breve elenco de errores presentes en las tres cartas, aparecen anticipados algunos esbozos de la orientación errónea sucesiva que conocemos con el nombre de gnosticismo (cf. 1 Tm 2, 5-6; 2 Tm 3, 6-8).

A estas doctrinas se enfrenta el autor con dos llamadas de fondo. Una consiste en la referencia a una lectura espiritual de la Sagrada Escritura (cf. 2Tm 3, 14-17), es decir, a una lectura que la considera realmente como "inspirada" y procedente del Espíritu Santo, de modo que ella nos puede "instruir para la salvación". Se lee la Escritura correctamente poniéndose en diálogo con el Espíritu Santo, para sacar de ella luz "para enseñar, convencer, corregir y educar en la justicia" (2Tm 3, 16). En este sentido añade la carta: "Así el hombre de Dios se encuentra perfecto y preparado para toda obra buena" (2 Tm 3, 17). La otra llamada consiste en la referencia al buen "depósito" (parathéke): es una palabra especial de las cartas pastorales con la que se indica la tradición de la fe apostólica que hay que conservar con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros.

Así pues, este "depósito" se ha de considerar como la suma de la Tradición apostólica y como criterio de fidelidad al anuncio del Evangelio. Y aquí debemos tener presente que en las cartas pastorales, como en todo el Nuevo Testamento, el término "Escrituras" significa explícitamente el Antiguo Testamento, porque los escritos del Nuevo Testamento o aún no existían o todavía no formaban parte de un canon de las Escrituras. Por tanto, la Tradición del anuncio apostólico, este "depósito", es la clave de lectura para entender la Escritura, el Nuevo testamento.

En este sentido, Escritura y Tradición, Escritura y anuncio apostólico como claves de lectura, se unen y casi se funden, para formar juntas el "fundamento firme puesto por Dios" (2 Tm 2, 19). El anuncio apostólico, es decir la Tradición, es necesario para introducirse en la comprensión de la Escritura y captar en ella la voz de Cristo. En efecto, hace falta estar "adherido a la palabra fiel, conforme a la enseñanza" (Tt 1, 9). En la base de todo está precisamente la fe en la revelación histórica de la bondad de Dios, el cual en Jesucristo ha manifestado concretamente su "amor a los hombres", un amor al que el texto original griego califica significativamente como filantropía (Tt3, 4; cf. 2 Tm 1, 9-10); Dios ama a la humanidad.

En conjunto, se ve bien que la comunidad cristiana va configurándose en términos muy claros, según una identidad que no sólo se aleja de interpretaciones incongruentes, sino que sobre todo afirma su propio arraigo en los puntos esenciales de la fe, que aquí es sinónimo de "verdad"(1 Tm 2, 4.7; 4, 3; 6, 5; 2Tm 2,15.18.25;3, 7.8; 4, 4; Tt 1, 1.14). En la fe aparece la verdad esencial de quiénes somos, quién es Dios, cómo debemos vivir. Y de esta verdad (la verdad de la fe) la Iglesia se define "columna y apoyo"(1 Tm 3, 15).

En todo caso, es una comunidad abierta, de dimensión universal, que reza por todos los hombres, de cualquier clase y condición, para que lleguen al conocimiento de la verdad: "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad", porque "Jesús se ha dado a sí mismo en rescate por todos" (1 Tm 2, 4-6). Por tanto, el sentido de la universalidad, aunque las comunidades sean aún pequeñas, es fuerte y determinante para estas cartas. Además, esta comunidad cristiana "no injuria a nadie" y "muestra una perfecta mansedumbre con todos los hombres" (Tt 3, 2). Este es un primer componente importante de estas cartas: la universalidad y la fe como verdad, como clave de lectura de la Sagrada Escritura, del Antiguo Testamento; así se delinea una unidad de anuncio y de Escritura, y una fe viva abierta a todos y testigo del amor de Dios a todos.

Otro componente típico de estas cartas es su reflexión sobre la estructura ministerial de la Iglesia. Ellas son las que por primera vez presentan la triple subdivisión de obispos, presbíteros y diáconos (cf. 1 Tm 3, 1-13; 4, 13; 2 Tm 1, 6; Tt 1, 5-9). En las cartas pastorales podemos constatar la confluencia de dos estructuras ministeriales distintas y así la constitución de la forma definitiva del ministerio de la Iglesia. En las cartas paulinas de los años centrales de su vida, san Pablo habla de "obispos" (Flp 1, 1), y de "diáconos": esta es la estructura típica de la Iglesia que se formó en esa época en el mundo pagano. Por tanto, prevalece la figura del apóstol mismo y por eso sólo poco a poco se desarrollan los demás ministerios.

Si, como he dicho, en las Iglesias formadas en el mundo pagano tenemos obispos y diáconos, y no presbíteros, en las Iglesias formadas en el mundo judeo-cristiano los presbíteros son la estructura dominante. En las cartas pastorales, al final las dos estructuras se unen: aparece ahora el "obispo" (cf. 1Tm 3, 2; Tt 1, 7), siempre en singular, acompañado del artículo definido: "el obispo". Y junto al "obispo" encontramos a los presbíteros y los diáconos. También aquí es determinante la figura del apóstol, pero las tres cartas, como ya he dicho, no se dirigen a comunidades, sino a personas: Timoteo y Tito, los cuales por una parte aparecen como obispos, y por otra comienzan a estar en el lugar del Apóstol.

Así se evidencia en los orígenes la realidad que más tarde se llamará "sucesión apostólica". San Pablo dice a Timoteo con un tono muy solemne: "No descuides el carisma que hay en ti y que se te comunicó por intervención profética mediante la imposición de las manos del colegio de presbíteros" (1Tm 4, 14). Podemos decir que en estas palabras aparece inicialmente también el carácter sacramental del ministerio. Y así tenemos lo esencial de la estructura católica: Escritura y Tradición, Escritura y anuncio, forman un conjunto, pero a esta estructura, por así decir doctrinal, debe añadirse la estructura personal, los sucesores de los Apóstoles, como testigos del anuncio apostólico.

Por último, es importante señalar que en estas cartas la Iglesia se comprende a sí misma en términos muy humanos, en analogía con la casa y la familia. Particularmente en 1 Tm 3, 2-7 se leen instrucciones muy detalladas sobre el obispo, como estas: debe ser "irreprensible, casado una sola vez, sobrio, sensato, educado, hospitalario, apto para enseñar, ni bebedor ni violento, sino moderado, enemigo de pendencias, desprendido del dinero, que gobierne bien su propia casa y mantenga sumisos a sus hijos con toda dignidad; pues si alguno no es capaz de gobernar su propia casa, ¿cómo podrá cuidar de la Iglesia de Dios? Además, (...) es necesario que tenga buena fama entre los de fuera". Conviene notar aquí sobre todo la importante aptitud para la enseñanza (cf. también 1 Tm 5, 17), de la que se encuentran ecos también en otros pasajes (cf. 1 Tm 6, 2; 2 Tm 3, 10; Tt 2, 1), y además una característica personal especial, la de la "paternidad". En efecto, al obispo se lo considera padre de la comunidad cristiana (cf. también 1 Tm 3, 15). Por lo demás, la idea de la Iglesia como "casa de Dios" hunde sus raíces en el Antiguo Testamento (cf. Nm 12, 7) y se encuentra formulada nuevamente en Hb 3, 2.6, mientras en otro lugar se lee que todos los cristianos ya no son extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos de los santos y familiares de la casa de Dios (cf. Ef 2, 19).

Oremos al Señor y a san Pablo para que también nosotros, como cristianos, nos caractericemos cada vez más, en relación con la sociedad en la que vivimos, como miembros de la "familia de Dios". Y oremos también para que los pastores de la Iglesia tengan sentimientos cada vez más paternos, a la vez tiernos y firmes, en la formación de la casa de Dios, de la comunidad, de la Iglesia.

Fuente: Vaticano (ES) (IT) (EN)

miércoles, 14 de enero de 2009

Catequesis San Pablo XVIII:La fuerza de la Iglesia viene de Cristo

Audiencia General - Miércoles 14 de enero de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

Entre las cartas del epistolario paulino, hay dos, las dirigidas a los Colosenses y a los Efesios, que en cierto sentido pueden considerarse gemelas. De hecho, una y otra tienen formas de expresión que sólo se encuentran en ellas, y se calcula que más de un tercio de las palabras de la carta a los Colosenses se encuentra también en la carta a los Efesios. Por ejemplo, mientras que en Colosenses se lee literalmente la invitación a "amonestaros con toda sabiduría, cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos, himnos y cánticos inspirados" (Col 3, 16), en Efesios se recomienda igualmente "recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor" (Ef 5, 19). Podríamos meditar en estas palabras: el corazón debe cantar, y así también la voz, con salmos e himnos para entrar en la tradición de la oración de toda la Iglesia del Antiguo y del Nuevo testamento; aprendemos así a estar unidos con nosotros y entre nosotros, y con Dios. Además, en ambas cartas se encuentra un así llamado "código doméstico", ausente en las otras cartas paulinas, es decir, una serie de recomendaciones dirigidas a maridos y mujeres, a padres e hijos, a amos y esclavos (cf. respectivamente Col 3,18-4,1 y Ef 5, 22-6, 9).

Más importante aún es constatar que sólo en estas dos cartas se confirma el título de "cabeza", kefalé, dado a Jesucristo. Y este título se emplea en un doble nivel. En un primer sentido, Cristo es considerado como cabeza de la Iglesia (cf. Col 2, 18-19 y Ef 4, 15-16). Esto significa dos cosas: ante todo, que él es el gobernante, el dirigente, el responsable que guía a la comunidad cristiana como su líder y su Señor (cf. Col 1, 18: "Él es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia"); y el otro significado es que él es como la cabeza que forma y vivifica todos los miembros del cuerpo al que gobierna (de hecho, según Col 2, 19 es necesario "mantenerse unido a la Cabeza, de la cual todo el Cuerpo, recibe nutrición y cohesión"): es decir, no es sólo uno que manda, sino uno que orgánicamente está conectado con nosotros, del que también viene la fuerza para actuar de modo recto.

En ambos casos, se considera a la Iglesia sometida a Cristo, tanto para seguir su conducción superior —los mandamientos—, como para acoger todos los flujos vitales que de él proceden. Sus mandamientos no son sólo palabras, mandatos, sino que son fuerzas vitales que vienen de él y nos ayudan.

Esta idea se desarrolla particularmente en Efesios, donde incluso los ministerios de la Iglesia, en lugar de ser reconducidos al Espíritu Santo (como 1Co 12), se confieren por Cristo resucitado: es él quien "dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros" (Ef 4, 11). Y es por él que "todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas, (...) realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor" (Ef 4, 16). Cristo, de hecho, tiende a "presentársela (a la Iglesia) resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada" (Ef 5, 27). Con esto nos dice que es precisamente su amor la fuerza con la que construye la Iglesia, con la que guía a la Iglesia, con la que también da la dirección correcta a la Iglesia.

Por tanto el primer significado es Cristo Cabeza de la Iglesia: sea en cuanto a la conducción, sea sobre todo en cuanto a la inspiración y vitalización orgánica en virtud de su amor. Después, en un segundo sentido, Cristo es considerado no sólo como cabeza de la Iglesia, sino como cabeza de las potencias celestiales y de todo el cosmos. Así en Colosenses leemos que Cristo "una vez despojados los principados y las potestades, los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal" (Col 2, 15). Análogamente en Efesios encontramos que con su resurrección, Dios puso a Cristo "por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero" (Ef 1, 21). Con estas palabras, las dos cartas nos entregan un mensaje altamente positivo y fecundo: Cristo no tiene que temer a ningún posible competidor, porque es superior a cualquier forma de poder que intente humillar al hombre. Sólo él "nos ha amado y se ha entregado a sí mismo por nosotros" (Ef 5, 2). Por eso, si estamos unidos a Cristo, no debemos temer a ningún enemigo y ninguna adversidad; pero esto significa también que debemos permanecer bien unidos a él, sin soltar la presa.

El anuncio de que Cristo era el único vencedor y que quien estaba con Cristo no tenía que temer a nadie, aparecía como una verdadera liberación para el mundo pagano, que creía en un mundo lleno de espíritus, en gran parte peligrosos y contra los cuales había que defenderse. Lo mismo vale también para el paganismo de hoy, porque también los actuales seguidores de estas ideologías ven el mundo lleno de poderes peligrosos. A estos es necesario anunciar que Cristo es el vencedor, de modo que quien está con Cristo, quien permanece unido a él, no debe temer a nada ni a nadie. Me parece que esto es importante también para nosotros, que debemos aprender a afrontar todos los miedos, porque él está por encima de toda dominación, es el verdadero Señor del mundo.

Incluso todo el cosmos le está sometido, y en él converge como en su propia cabeza. Son célebres las palabras de la carta a los Efesios que habla del proyecto de Dios de "recapitular en Cristo todas las cosas, las del cielo y las de la tierra" (1, 10). Análogamente en la carta a los Colosenses se lee que "en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles" (1, 16) y que "mediante la sangre de su cruz ha reconciliado por él y para él todas las cosas, lo que hay en la tierra y en los cielos" (1, 20). Así pues, no existe, por una parte, el gran mundo material y por otra esta pequeña realidad de la historia de nuestra tierra, el mundo de las personas: todo es uno en Cristo. Él es la cabeza del cosmos; también el cosmos ha sido creado por él, ha sido creado para nosotros en cuanto que estamos unidos a él. Es una visión racional y personalista del universo. Y añadiría que una visión más universalista que esta no era posible concebir, y esta confluye sólo en Cristo resucitado. Cristo es el Pantokrátor, al que están sometidas todas las cosas: el pensamiento va hacia el Cristo Pantocrátor, que llena el ábside de las iglesias bizantinas, a veces representado sentado en lo alto sobre el mundo entero, o incluso encima de un arco iris para indicar su equiparación con Dios mismo, a cuya diestra está sentado (cf. Ef 1, 20; Col 3, 1), y, por tanto, a su inigualable función de conductor de los destinos humanos.

Una visión de este tipo es concebible sólo por parte de la Iglesia, no en el sentido de que quiera apropiarse indebidamente de lo que no le pertenece, sino en otro doble sentido: por una parte la Iglesia reconoce que Cristo es más grande que ella, dado que su señorío se extiende también más allá de sus fronteras; por otra, sólo la Iglesia está calificada como Cuerpo de Cristo, no el cosmos. Todo esto significa que debemos considerar positivamente las realidades terrenas, porque Cristo las recapitula en sí, y, al mismo tiempo, debemos vivir en plenitud nuestra identidad eclesial específica, que es la más homogénea a la identidad de Cristo mismo.

Hay también un concepto especial, que es típico de estas dos cartas, y es el concepto de "misterio". Una vez se habla del "misterio de la voluntad" de Dios (Ef 1, 9) y otras veces del "misterio de Cristo" (Ef 3, 4; Col 4, 3) o incluso del "misterio de Dios, que es Cristo, en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" (Col 2, 2-3). Hace referencia al inescrutable designio divino sobre la suerte del hombre, de los pueblos y del mundo. Con este lenguaje las dos Cartas nos dicen que es en Cristo donde se encuentra el cumplimiento de este misterio. Si estamos con Cristo, aunque no podamos comprender intelectualmente todo, sabemos que estamos en el núcleo del "misterio" y en el camino de la verdad. Él está en su totalidad, y no sólo un aspecto de su persona o un momento de su existencia, el que reúne en sí la plenitud del insondable plan divino de la salvación. En él toma forma la que se llama "multiforme sabiduría de Dios" (Ef 3, 10), ya que en él "habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad" (Col 2, 9). De ahora en adelante, por tanto, no es posible pensar y adorar el beneplácito de Dios, su disposición soberana, sin confrontarnos personalmente con Cristo en persona, en quien el "misterio" se encarna y puede ser percibido tangiblemente. Se llega así a contemplar la "inescrutable riqueza de Cristo" (Ef 3, 8), que está más allá de toda comprensión humana. No es que Dios no haya dejado las huellas de su paso, puesto que el mismo Cristo es huella de Dios, su impronta máxima; sino que uno se da cuenta de "cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad" de este misterio "que sobrepasa todo conocimiento" (Ef 3, 19). Las meras categorías intelectuales aquí resultan insuficientes, y reconociendo que muchas cosas están más allá de nuestras capacidades racionales, debemos confiar en la contemplación humilde y gozosa no sólo de la mente sino también del corazón. Los Padres de la Iglesia, por otro lado, nos dicen que el amor comprende mucho más que la sola razón.

Una última palabra hay que decir sobre el concepto, ya señalado antes, concerniente a la Iglesia como esposa de Cristo. En la segunda carta a los Corintios el apóstol san Pablo había comparado la comunidad cristiana a una novia, escribiendo así: "Celoso estoy de vosotros con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2 Co 11, 2). La carta a los Efesios desarrolla esta imagen, precisando que la Iglesia no es sólo una esposa prometida, sino esposa real de Cristo. Él, por así decirlo, la ha conquistado para sí, y lo ha hecho al precio de su vida: como dice el texto, "se ha entregado a sí mismo por ella" (Ef 5, 25). ¿Qué demostración de amor puede ser más grande que ésta? Pero, además, él está preocupado por su belleza; no sólo por la ya adquirida por el bautismo, sino también por aquella que debe crecer cada día gracias a una vida intachable, "sin arruga ni mancha", en su comportamiento moral (cf. Ef 5, 26-27). De aquí a la común experiencia del matrimonio cristiano el paso es breve; más aún, ni siquiera está claro cuál es para el autor de la carta el punto de referencia inicial: si es la relación Cristo-Iglesia, desde cuya luz hay que concebir la unión entre el hombre y la mujer, o si más bien es el dato de la experiencia de la unión conyugal, desde cuya luz hay que concebir la relación entre Cristo y la Iglesia. Pero ambos aspectos se iluminan recíprocamente: aprendemos qué es el matrimonio a la luz de la comunión de Cristo y de la Iglesia, aprendemos cómo Cristo se une a nosotros pensando en el misterio del matrimonio. En todo caso, nuestra carta se pone casi a medio camino entre el profeta Oseas, que indicaba la relación entre Dios y su pueblo en términos de bodas ya celebradas (cf. Os 2, 4.16.21), y el vidente del Apocalipsis, que anunciará el encuentro escatológico entre la Iglesia y el Cordero como unas bodas gozosas e indefectibles (cf. Ap 19, 7-9; 21, 9).

Habría aún mucho que decir, pero me parece que, de cuanto he expuesto, se puede entender que estas dos cartas son una gran catequesis, de la que podemos aprender no sólo cómo ser buenos cristianos, sino también cómo llegar a ser realmente hombres. Si empezamos a entender que el cosmos es la huella de Cristo, aprendemos nuestra relación recta con el cosmos, con todos los problemas de su conservación. Aprendemos a verlo con la razón, pero con una razón movida por el amor, y con la humildad y el respeto que permiten actuar de forma correcta. Y si pensamos que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, que Cristo se ha dado a sí mismo por ella, aprendemos cómo vivir con Cristo el amor recíproco, el amor que nos une a Dios y que nos hace ver al otro como imagen de Cristo, como Cristo mismo. Oremos al Señor para que nos ayude a meditar bien la Sagrada Escritura, su Palabra, y aprender así realmente a vivir bien.

Fuente: Vaticano (ES) (IT) (EN)

miércoles, 7 de enero de 2009

Catequesis San Pablo XVII:Ha llegado el tiempo del verdadero culto

Audiencia General - Miércoles 7 de enero de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

En esta primera audiencia general del año 2009 deseo expresaros a todos mi más cordial felicitación por el año nuevo recién comenzado. Reavivemos en nosotros el compromiso de abrir a Cristo la mente y el corazón para ser y vivir como verdaderos amigos suyos. Su compañía hará que este año, a pesar de sus inevitables dificultades, sea un camino lleno de alegría y de paz. En efecto, sólo si permanecemos unidos a Jesús, el año nuevo será bueno y feliz.

El compromiso de unión con Cristo es el ejemplo que nos da también san Pablo. Prosiguiendo las catequesis dedicadas a él, reflexionaremos hoy sobre uno de los aspectos importantes de su pensamiento, el relativo al culto que los cristianos están llamados a tributar. En el pasado, se solía hablar de una tendencia más bien anti-cultual del Apóstol, de una "espiritualización" de la idea del culto. Hoy comprendemos mejor que san Pablo ve en la cruz de Cristo un viraje histórico, que transforma y renueva radicalmente la realidad del culto. Hay sobre todo tres textos de la carta a los Romanos en los que aparece esta nueva visión del culto.

1. En Rm 3, 25, después de hablar de la "redención realizada por Cristo Jesús", san Pablo continúa con una fórmula misteriosa para nosotros. Dice así: Dios lo "exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe". Con la expresión "instrumento de propiciación", más bien extraña para nosotros, san Pablo alude al así llamado "propiciatorio" del templo antiguo, es decir, a la cubierta del arca de la alianza, que estaba pensada como punto de contacto entre Dios y el hombre, punto de la presencia misteriosa de Dios en el mundo de los hombres. Este "propiciatorio", en el gran día de la reconciliación —"yom kippur"— se asperjaba con la sangre de animales sacrificados, sangre que simbólicamente ponía los pecados del año transcurrido en contacto con Dios y, así, los pecados arrojados al abismo de la bondad divina quedaban como absorbidos por la fuerza de Dios, superados, perdonados. La vida volvía a comenzar.

San Pablo alude a este rito y dice que era expresión del deseo de que realmente se pudieran poner todas nuestras culpas en el abismo de la misericordia divina para hacerlas así desaparecer. Pero con la sangre de animales no se realiza este proceso. Era necesario un contacto más real entre la culpa humana y el amor divino. Este contacto tuvo lugar en la cruz de Cristo. Cristo, verdadero Hijo de Dios, que se hizo verdadero hombre, asumió en sí toda nuestra culpa. Él mismo es el lugar de contacto entre la miseria humana y la misericordia divina; en su corazón se deshace la masa triste del mal realizado por la humanidad y se renueva la vida.

Revelando este cambio, san Pablo nos dice: con la cruz de Cristo —el acto supremo del amor divino convertido en amor humano— terminó el antiguo culto con sacrificios de animales en el templo de Jerusalén. Este culto simbólico, culto de deseo, ha sido sustituido ahora por el culto real: el amor de Dios encarnado en Cristo y llevado a su plenitud en la muerte de cruz. Por tanto, no es una espiritualización del culto real, sino, al contrario: el culto real, el verdadero amor divino-humano, sustituye al culto simbólico y provisional. La cruz de Cristo, su amor con carne y sangre es el culto real, correspondiendo a la realidad de Dios y del hombre. Para san Pablo, la era del templo y de su culto había terminado ya antes de la destrucción exterior del templo: san Pablo se encuentra aquí en perfecta consonancia con las palabras de Jesús, que había anunciado el fin del templo y había anunciado otro templo "no hecho por manos humanas", el templo de su cuerpo resucitado (cf. Mc 14, 58; Jn 2, 19 ss). Este es el primer texto.

2. El segundo texto del que quiero hablar hoy se encuentra en el primer versículo del capítulo 12 de la carta a los Romanos. Lo hemos escuchado y lo repito una vez más: "Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual". En estas palabras se verifica una paradoja aparente: mientras el sacrificio exige normalmente la muerte de la víctima, san Pablo hace referencia a la vida del cristiano. La expresión "presentar vuestros cuerpos", unida al concepto sucesivo de sacrificio, asume el matiz cultual de "dar en oblación, ofrecer". La exhortación a "ofrecer los cuerpos" se refiere a toda la persona; en efecto, en Rm 6, 13 invita a "presentaros a vosotros mismos". Por lo demás, la referencia explícita a la dimensión física del cristiano coincide con la invitación a "glorificar a Dios con vuestro cuerpo" (1 Co 6, 20); es decir, se trata de honrar a Dios en la existencia cotidiana más concreta, hecha de visibilidad relacional y perceptible.

San Pablo califica ese comportamiento como "sacrificio vivo, santo, agradable a Dios". Es aquí donde encontramos precisamente la palabra "sacrificio". En el uso corriente este término forma parte de un contexto sagrado y sirve para designar el degüello de un animal, del que una parte puede quemarse en honor de los dioses y otra consumirse por los oferentes en un banquete. San Pablo, en cambio, lo aplica a la vida del cristiano. En efecto, califica ese sacrificio sirviéndose de tres adjetivos. El primero —"vivo"— expresa una vitalidad. El segundo —"santo"— recuerda la idea paulina de una santidad que no está vinculada a lugares u objetos, sino a la persona misma del cristiano. El tercero —"agradable a Dios"— recuerda quizá la frecuente expresión bíblica del sacrificio "de suave olor" (cf. Lv 1, 13.17; 23, 18; 26, 31; etc.).

Inmediatamente después, san Pablo define así esta nueva forma de vivir: este es "vuestro culto espiritual". Los comentaristas del texto saben bien que la expresión griega (tēn logikēn latreían) no es fácil de traducir. La Biblia latina traduce: "rationabile obsequium". La misma palabra "rationabile" aparece en la primera Plegaria eucarística, el Canon romano: en él se pide a Dios que acepte esta ofrenda como "rationabile". La traducción italiana tradicional "culto espiritual" no refleja todos los detalles del texto griego (y ni siquiera del latino). En todo caso, no se trata de un culto menos real, o incluso sólo metafórico, sino de un culto más concreto y realista, un culto en el que el hombre mismo en su totalidad de ser dotado de razón, se convierte en adoración, glorificación del Dios vivo.

Esta fórmula paulina, que aparece de nuevo en la Plegaria eucarística romana, es fruto de un largo desarrollo de la experiencia religiosa en los siglos anteriores a Cristo. En esa experiencia se mezclan desarrollos teológicos del Antiguo Testamento y corrientes del pensamiento griego. Quiero mostrar al menos algunos elementos de ese desarrollo. Los profetas y muchos Salmos critican fuertemente los sacrificios cruentos del templo. Por ejemplo, el Salmo 49, en el que es Dios quien habla, dice: "Si tuviera hambre, no te lo diría: pues el orbe y cuanto lo llena es mío. ¿Comeré yo carne de toros?, ¿beberé sangre de cabritos? Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza" (vv. 12-14) En el mismo sentido dice el Salmo siguiente, 50: "Los sacrificios no te satisfacen; si te ofreciera un holocausto no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias" (v. 18 s). En el libro de Daniel, en el tiempo de la nueva destrucción del templo por parte del régimen helenístico (siglo II a.C.) encontramos un nuevo pasaje que va en la misma línea. En medio del fuego —es decir, en la persecución, en el sufrimiento— Azarías reza así: "Ya no hay, en esta hora, ni príncipe ni profeta ni caudillo ni holocausto ni sacrificio ni oblación ni incienso ni lugar donde ofrecerte las primicias, y hallar gracia a tus ojos. Mas con corazón contrito y espíritu humillado te seamos aceptos, como holocaustos de carneros y toros. (...) Tal sea hoy nuestro sacrificio ante ti, y te agrade" (Dn 3, 38 ss). En la destrucción del santuario y del culto, en esta situación de privación de todo signo de la presencia de Dios, el creyente ofrece como verdadero holocausto su corazón contrito, su deseo de Dios.

Vemos un desarrollo importante, hermoso, pero con un peligro. Hay una espiritualización, una moralización del culto: el culto se convierte sólo en algo del corazón, del espíritu. Pero falta el cuerpo, falta la comunidad. Así se entiende, por ejemplo, que el Salmo 50 y también el libro de Daniel, a pesar de criticar el culto, deseen la vuelta al tiempo de los sacrificios. Pero se trata de un tiempo renovado, de un sacrificio renovado, en una síntesis que aún no se podía prever, que aún no se podía imaginar.

Volvamos a san Pablo. Él es heredero de estos desarrollos, del deseo del culto verdadero, en el que el hombre mismo se convierta en gloria de Dios, en adoración viva con todo su ser. En este sentido dice a los Romanos: "Ofreced vuestros cuerpos como una víctima viva. (...) Este será vuestro culto espiritual" (Rm 12, 1). San Pablo repite así lo que ya había señalado en el capítulo 3: El tiempo de los sacrificios de animales, sacrificios de sustitución, ha terminado. Ha llegado el tiempo del culto verdadero.

Pero también aquí se da el peligro de un malentendido: este nuevo culto se podría interpretar fácilmente en un sentido moralista: ofreciendo nuestra vida hacemos nosotros el culto verdadero. De esta forma el culto con los animales sería sustituido por el moralismo: el hombre lo haría todo por sí mismo con su esfuerzo moral. Y ciertamente esta no era la intención de san Pablo.

Pero persiste la cuestión de cómo debemos interpretar este "culto espiritual, razonable". San Pablo supone siempre que hemos llegado a ser "uno en Cristo Jesús" (Ga 3, 28), que hemos muerto en el bautismo (cf. Rm 1) y ahora vivimos con Cristo, por Cristo y en Cristo. En esta unión —y sólo así— podemos ser en él y con él "sacrificio vivo", ofrecer el "culto verdadero". Los animales sacrificados habrían debido sustituir al hombre, el don de sí del hombre, y no podían. Jesucristo, en su entrega al Padre y a nosotros, no es una sustitución, sino que lleva realmente en sí el ser humano, nuestras culpas y nuestro deseo; nos representa realmente, nos asume en sí mismo. En la comunión con Cristo, realizada en la fe y en los sacramentos, nos convertimos, a pesar de todas nuestras deficiencias, en sacrificio vivo: se realiza el "culto verdadero".

Esta síntesis está en el fondo del Canon romano, en el que se reza para que esta ofrenda sea "rationabile", para que se realice el culto espiritual. La Iglesia sabe que, en la santísima Eucaristía, se hace presente la autodonación de Cristo, su sacrificio verdadero. Pero la Iglesia reza para que la comunidad celebrante esté realmente unida con Cristo, para que sea transformada; reza para que nosotros mismos lleguemos a ser lo que no podemos ser con nuestras fuerzas: ofrenda "rationabile" que agrada a Dios. Así la Plegaria eucarística interpreta de modo adecuado las palabras de san Pablo. San Agustín aclaró todo esto de forma admirable en el libro décimo de su Ciudad de Dios. Cito sólo dos frases: "Este es el sacrificio de los cristianos: aun siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo". "Toda la comunidad (civitas) redimida, es decir, la congregación y la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios mediante el Sumo Sacerdote que se ha entregado a sí mismo" (10, 6: CCL 47, 27 ss).

3. Por último, quiero hacer una breve reflexión sobre el tercer texto de la carta a los Romanos referido al nuevo culto. En el capítulo 15 san Pablo dice: "La gracia que me ha sido otorgada por Dios, de ser para los gentiles ministro (liturgo) de Cristo Jesús, de ser sacerdote (hierourgein) del Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo" (Rm 15, 15 s).

Quiero subrayar sólo dos aspectos de este texto maravilloso y, por su terminología, único en las cartas paulinas. Ante todo, san Pablo interpreta su acción misionera entre los pueblos del mundo para construir la Iglesia universal como acción sacerdotal. Anunciar el Evangelio para unir a los pueblos en la comunión con Cristo resucitado es una acción "sacerdotal". El apóstol del Evangelio es un verdadero sacerdote, hace lo que es central en el sacerdocio: prepara el verdadero sacrificio.

Y, después, el segundo aspecto: podemos decir que la meta de la acción misionera es la liturgia cósmica: que los pueblos unidos en Cristo, el mundo, se convierta como tal en gloria de Dios, "oblación agradable, santificada por el Espíritu Santo". Aquí aparece el aspecto dinámico, el aspecto de la esperanza en el concepto paulino del culto: la autodonación de Cristo implica la tendencia de atraer a todos a la comunión de su Cuerpo, de unir al mundo. Sólo en comunión con Cristo, el Hombre ejemplar, uno con Dios, el mundo llega a ser tal como todos lo deseamos: espejo del amor divino. Este dinamismo siempre está presente en la Eucaristía; este dinamismo debe inspirar y formar nuestra vida. Y con este dinamismo comenzamos el nuevo año. Gracias por vuestra paciencia.

Fuente: Vaticano (ES) (IT) (EN)

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Catequesis San Pablo XVI: El papel de los sacramentos

Audiencia General - Miércoles 10 de diciembre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Siguiendo a san Pablo, en la catequesis del miércoles pasado vimos dos datos. El primero es que nuestra historia humana, desde sus inicios, está contaminada por el abuso de la libertad creada, que quiere emanciparse de la Voluntad divina. Y así no encuentra la verdadera libertad, sino que se opone a la verdad y, en consecuencia, falsifica nuestras realidades humanas. Y falsifica sobre todo las relaciones fundamentales: la relación con Dios, la relación entre hombre y mujer, y la relación entre el hombre y la tierra. Dijimos que esta contaminación de nuestra historia se difunde en todo su entramado y que este defecto heredado fue aumentando y ahora es visible por doquier. Este era el primer dato.

El segundo es este: de san Pablo hemos aprendido que en Jesucristo, que es hombre y Dios, existe un nuevo inicio en la historia y de la historia. Con Jesús, que viene de Dios, comienza una nueva historia formada por su sí al Padre y, por eso, no fundada en la soberbia de una falsa emancipación, sino en el amor y en la verdad.

Pero ahora se plantea la cuestión: ¿Cómo podemos entrar nosotros en este nuevo inicio, en esta nueva historia? ¿Cómo me llega a mí esta nueva historia? A la primera historia contaminada estamos vinculados inevitablemente por nuestra descendencia biológica, pues todos pertenecemos al único cuerpo de la humanidad. Pero, ¿cómo se realiza la comunión con Jesús, el nuevo nacimiento para entrar a formar parte de la nueva humanidad? ¿Cómo llega Jesús a mi vida, a mi ser? La respuesta fundamental de san Pablo, de todo el Nuevo Testamento, es esta: llega por obra del Espíritu Santo. Si la primera historia se pone en marcha, por decirlo así, con la biología, la segunda la pone en marcha el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo resucitado. Este Espíritu creó en Pentecostés el inicio de la nueva humanidad, de la nueva comunidad, la Iglesia, el Cuerpo de Cristo.

Pero debemos ser aún más concretos: este Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo, ¿cómo puede llegar a ser Espíritu mío? La respuesta es lo que acontece de tres modos, íntimamente relacionados entre sí. El primero es: el Espíritu de Cristo llama a las puertas de mi corazón, me toca en mi interior. Pero, dado que la nueva humanidad debe ser un verdadero cuerpo; dado que el Espíritu debe reunirnos y crear realmente una comunidad; dado que es característico del nuevo inicio superar las divisiones y crear la agregación de los elementos dispersos, este Espíritu de Cristo se sirve de dos elementos de agregación visible: de la Palabra del anuncio y de los sacramentos, en particular el Bautismo y la Eucaristía.

En la carta a los Romanos dice san Pablo: "Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo" (Rm 10, 9), es decir, entrarás en la nueva historia, historia de vida y no de muerte. Luego san Pablo prosigue: "Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?" (Rm 10, 14-15). Y dos versículos después añade: "La fe viene de la escucha" (Rm 10, 17).

Así pues, la fe no es producto de nuestro pensamiento, de nuestra reflexión; es algo nuevo, que no podemos inventar, sino que recibimos como don, como una novedad producida por Dios. Y la fe no viene de la lectura, sino de la escucha. No es algo sólo interior, sino una relación con Alguien. Supone un encuentro con el anuncio, supone la existencia de otro que anuncia y crea comunión.

Y, por último, el anuncio: el que anuncia no habla en nombre propio, sino que es enviado. Está dentro de una estructura de misión que comienza con Jesús, enviado por el Padre; pasa por los Apóstoles —la palabra apóstoles significa precisamente "enviados"—; y prosigue en el ministerio, en las misiones transmitidas por los Apóstoles. El nuevo entramado de la historia se manifiesta en esta estructura de las misiones, en la que en definitiva escuchamos que nos habla Dios mismo, su Palabra personal; el Hijo habla con nosotros, llega hasta nosotros. La Palabra se hizo carne, Jesús, para crear realmente una nueva humanidad. Por eso, la palabra del anuncio se transforma en sacramento en el Bautismo, que es volver a nacer del agua y del Espíritu, como dirá san Juan.

En el capítulo sexto de la carta a los Romanos, san Pablo habla del Bautismo de un modo muy profundo. Hemos escuchado el texto. Pero tal vez conviene repetirlo: "¿Ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el Bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva" (Rm 6, 3-4).

Naturalmente, en esta catequesis no puedo entrar en una interpretación detallada de este texto no fácil. Sólo quiero notar brevemente tres datos. El primero: "Hemos sido bautizados" es voz pasiva. Nadie puede bautizarse a sí mismo, necesita a otro. Nadie puede hacerse cristiano por sí mismo. Llegar a ser cristianos es un proceso pasivo. Sólo otro nos puede hacer cristianos. Y este "otro" que nos hace cristianos, que nos da el don de la fe, es en primera instancia la comunidad de los creyentes, la Iglesia. De la Iglesia recibimos la fe, el Bautismo. Si no nos dejamos formar por esta comunidad, no llegamos a ser cristianos. Un cristianismo autónomo, auto-producido, es una contradicción en sí mismo.

Como acabo de decir, en primera instancia, este "otro" es la comunidad de los creyentes, la Iglesia; pero en segunda instancia, esta comunidad tampoco actúa por sí misma, no actúa según sus propias ideas y deseos. También la comunidad vive en el mismo proceso pasivo: sólo Cristo puede constituir a la Iglesia. Cristo es el verdadero donante de los sacramentos. Este es el primer punto: nadie se bautiza a sí mismo; nadie se hace a sí mismo cristiano. Cristianos se llega a ser.

El segundo dato es este: el Bautismo es algo más que un baño. Es muerte y resurrección. San Pablo mismo, en la carta a los Gálatas, hablando del viraje de su vida que se produjo en el encuentro con Cristo resucitado, lo describe con la palabra: "estoy muerto". En ese momento comienza realmente una nueva vida. Llegar a ser cristianos es algo más que una operación cosmética, que añadiría algo de belleza a una existencia ya más o menos completa. Es un nuevo inicio, es volver a nacer: muerte y resurrección. Obviamente, en la resurrección vuelve a emerger lo que había de bueno en la existencia anterior.

El tercer dato es: la materia forma parte del sacramento. El cristianismo no es una realidad puramente espiritual. Implica el cuerpo. Implica el cosmos. Se extiende hacia la nueva tierra y los nuevos cielos. Volvamos a las últimas palabras del texto de san Pablo: así —dice— podemos "caminar en una vida nueva". Se trata de un punto de examen de conciencia para todos nosotros: caminar en una vida nueva. Esto por el Bautismo.

Pasemos ahora al sacramento de la Eucaristía. En otras catequesis ya he puesto de relieve el profundo respeto con el que san Pablo transmite verbalmente la tradición sobre la Eucaristía, que recibió de los mismos testigos de la última noche. Transmite esas palabras como un valioso tesoro encomendado a su fidelidad. Así, en esas palabras escuchamos realmente a los testigos de la última noche. Escuchemos las palabras del Apóstol: "Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía". Asimismo, después de cenar, tomó el cáliz diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces lo bebáis, hacedlo en memoria mía"" (1 Co 11, 23-25). Es un texto inagotable.

También aquí, en esta catequesis, hago sólo dos observaciones. San Pablo transmite las palabras del Señor sobre el cáliz así: este cáliz es "la nueva alianza en mi sangre". En estas palabras se esconde una alusión a dos textos fundamentales del Antiguo Testamento. En primer lugar se alude a la promesa de una nueva alianza en el Libro del profeta Jeremías. Jesús dice a los discípulos y nos dice a nosotros: ahora, en esta hora, conmigo y con mi muerte se realiza la nueva alianza; con mi sangre comienza en el mundo esta nueva historia de la humanidad.

Pero en esas palabras también se encuentra una alusión al momento de la alianza del Sinaí, donde Moisés dijo: "Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros, según todas estas palabras" (Ex 24, 8). Allí se trataba de sangre de animales. La sangre de animales sólo podía ser expresión de un deseo, espera del verdadero sacrificio, del verdadero culto. Con el don del cáliz el Señor nos da el verdadero sacrificio. El único sacrificio verdadero es el amor del Hijo. Con el don de este amor, un amor eterno, el mundo entra en la nueva alianza. Celebrar la Eucaristía significa que Cristo se nos da a sí mismo, nos da su amor, para conformarnos a sí mismo y para crear así el mundo nuevo.

El segundo aspecto importante de la doctrina sobre la Eucaristía se encuentra también en la primera carta a los Corintios donde san Pablo dice: "El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque, dado que hay un solo pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan" (1 Co 10, 16-17). En estas palabras se ponen de manifiesto a la vez el carácter personal y el carácter social del sacramento de la Eucaristía.

Cristo se une personalmente a cada uno de nosotros, pero el mismo Cristo se une también al hombre y a la mujer que están a mi lado. Y el pan es para mí y también para los otros. De este modo Cristo nos une a todos a sí, y nos une a todos nosotros, unos con otros. En la Comunión recibimos a Cristo. Pero Cristo se une también a mi prójimo. Cristo y el prójimo son inseparables en la Eucaristía. Así, todos somos un solo pan, un solo cuerpo. Una Eucaristía sin solidaridad con los demás es un abuso. Y aquí estamos también en la raíz y a la vez en el centro de la doctrina sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo, de Cristo resucitado.

Veamos también todo el realismo de esta doctrina. En la Eucaristía Cristo nos da su cuerpo, se da a sí mismo en su cuerpo y así nos transforma en su cuerpo, nos une a su cuerpo resucitado. Cuando el hombre come pan normal, por el proceso de la digestión ese pan se convierte en parte de su cuerpo, transformado en sustancia de vida humana. Pero en la sagrada Comunión se realiza el proceso inverso. Cristo, el Señor, nos asimila a sí, nos introduce en su Cuerpo glorioso y así todos juntos llegamos a ser su Cuerpo.

Quien lee solamente el capítulo 12 de la primera carta a los Corintios y el capítulo 12 de la carta a los Romanos podría pensar que las palabras sobre el Cuerpo de Cristo como organismo de los carismas constituyen sólo una especie de parábola sociológico-teológica. En realidad, en el ámbito romano de la política, el Estado mismo usaba esta parábola del cuerpo con miembros diversos que forman una unidad, para decir que el Estado es un organismo en el que cada uno tiene una función, que la multiplicidad y la diversidad de funciones forman un cuerpo y en él cada uno tiene su lugar.

Leyendo solamente el capítulo 12 de la primera carta a los Corintios, se podría pensar que san Pablo se limita a aplicar esto a la Iglesia, que también se trata sólo de una concepción sociológica de la Iglesia. Pero, teniendo presente también el capítulo 10, vemos que el realismo de la Iglesia es muy diferente, mucho más profundo y verdadero que el de un Estado-organismo. Porque Cristo da realmente su cuerpo y nos hace su cuerpo. Llegamos a estar realmente unidos al Cuerpo resucitado de Cristo, y así unidos unos a otros. La Iglesia no es sólo una corporación como el Estado, es un cuerpo. No es simplemente una organización, sino un verdadero organismo.

Por último, añado unas pocas palabras sobre el sacramento del Matrimonio. En la carta a los Corintios se encuentran sólo algunas alusiones, mientras que la carta a los Efesios desarrolló realmente una profunda teología del Matrimonio. En ella san Pablo define el Matrimonio: un "gran misterio". Lo dice "respecto a Cristo y la Iglesia" (Ef 5, 32). Conviene notar en este paso una reciprocidad que se configura en una dimensión vertical. La sumisión mutua debe adoptar el lenguaje del amor, cuyo modelo es el amor de Cristo a la Iglesia. Esta relación entre Cristo y la Iglesia hace que tenga prioridad el aspecto teologal del amor matrimonial, exalta la relación afectiva entre los esposos.

Un auténtico matrimonio se vivirá bien si en el crecimiento humano y afectivo constante los esposos se esfuerzan por mantenerse siempre unidos a la eficacia de la Palabra y al significado del Bautismo. Cristo ha santificado a la Iglesia, purificándola por medio del baño del agua, acompañado por la Palabra. La participación en el cuerpo y la sangre del Señor no hace más que fortificar, además de visualizar, una unión hecha indisoluble por la gracia.

Yal final escuchemos las palabras de san Pablo a los Filipenses: "El Señor está cerca" (Flp 4, 5). Me parece que hemos entendido que, mediante la Palabra y los sacramentos, en toda nuestra vida el Señor está cerca. Pidámosle que esta cercanía siempre nos toque en lo más íntimo de nuestro ser, a fin de que nazca la alegría, la alegría que nace cuando Jesús está realmente cerca.

Fuente: Vaticano (ES) (IT) (EN)

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Catequesis San Pablo XV: El pecado original en la enseñanza de san Pablo

Audiencia General - Miércoles 3 de diciembre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy trataremos sobre las relaciones entre Adán y Cristo, delineadas por san Pablo en la conocida página de la carta a los Romanos (Rm 5, 12-21), en la que entrega a la Iglesia las líneas esenciales de la doctrina sobre el pecado original. En verdad, ya en la primera carta a los Corintios, tratando sobre la fe en la resurrección, san Pablo había introducido la confrontación entre el primer padre y Cristo: "Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. (...) Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida" (1 Co 15, 22.45). Con Rm 5, 12-21 la confrontación entre Cristo y Adán se hace más articulada e iluminadora: san Pablo recorre la historia de la salvación desde Adán hasta la Ley y desde esta hasta Cristo. En el centro de la escena no se encuentra Adán, con las consecuencias del pecado sobre la humanidad, sino Jesucristo y la gracia que, mediante él, ha sido derramada abundantemente sobre la humanidad. La repetición del "mucho más" referido a Cristo subraya cómo el don recibido en él sobrepasa con mucho al pecado de Adán y sus consecuencias sobre la humanidad, hasta el punto de que san Pablo puede llegar a la conclusión: "Pero donde abundó el pecado sobreabundó la gracia" (Rm 5, 20). Por tanto, la confrontación que san Pablo traza entre Adán y Cristo pone de manifiesto la inferioridad del primer hombre respecto a la superioridad del segundo.

Por otro lado, para poner de relieve el inconmensurable don de la gracia, en Cristo, san Pablo alude al pecado de Adán: se podría decir que, si no hubiera sido para demostrar la centralidad de la gracia, él no se habría entretenido en hablar del pecado que "a causa de un solo hombre entró en el mundo y, con el pecado, la muerte" (Rm 5, 12). Por eso, si en la fe de la Iglesia ha madurado la conciencia del dogma del pecado original, es porque este está inseparablemente vinculado a otro dogma, el de la salvación y la libertad en Cristo. Como consecuencia, nunca deberíamos tratar sobre el pecado de Adán y de la humanidad separándolos del contexto de la salvación, es decir, sin situarlos en el horizonte de la justificación en Cristo.

Pero, como hombres de hoy, debemos preguntarnos: ¿Qué es el pecado original? ¿Qué enseña san Pablo? ¿Qué enseña la Iglesia? ¿Es sostenible también hoy esta doctrina? Muchos piensan que, a la luz de la historia de la evolución, no habría ya lugar para la doctrina de un primer pecado, que después se difundiría en toda la historia de la humanidad. Y, en consecuencia, también la cuestión de la Redención y del Redentor perdería su fundamento. Por tanto: ¿existe el pecado original o no?

Para poder responder debemos distinguir dos aspectos de la doctrina sobre el pecado original. Existe un aspecto empírico, es decir, una realidad concreta, visible —yo diría, tangible— para todos; y un aspecto misterioso, que concierne al fundamento ontológico de este hecho. El dato empírico es que existe una contradicción en nuestro ser. Por una parte, todo hombre sabe que debe hacer el bien e íntimamente también lo quiere hacer. Pero, al mismo tiempo, siente otro impulso a hacer lo contrario, a seguir el camino del egoísmo, de la violencia, a hacer sólo lo que le agrada, aun sabiendo que así actúa contra el bien, contra Dios y contra el prójimo.

San Pablo en su carta a los Romanos expresó esta contradicción en nuestro ser con estas palabras: "Querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero" (Rm 7, 18-19). Esta contradicción interior de nuestro ser no es una teoría. Cada uno de nosotros la experimenta todos los días. Y sobre todo vemos siempre cómo en torno a nosotros prevalece esta segunda voluntad. Basta pensar en las noticias diarias sobre injusticias, violencia, mentira, lujuria. Lo vemos cada día: es un hecho.

Como consecuencia de este poder del mal en nuestra alma, se ha desarrollado en la historia un río sucio, que envenena la geografía de la historia humana. El gran pensador francés Blaise Pascal habló de una "segunda naturaleza", que se superpone a nuestra naturaleza originaria, buena. Esta "segunda naturaleza" nos presenta el mal como algo normal para el hombre. Así también la típica expresión "esto es humano" tiene un doble significado. "Esto es humano" puede querer decir: este hombre es bueno, realmente actúa como debería actuar un hombre. Pero "esto es humano" puede también querer decir algo falso: el mal es normal, es humano. El mal parece haberse convertido en una segunda naturaleza. Esta contradicción del ser humano, de nuestra historia, debe provocar, y provoca también hoy, el deseo de redención. En realidad, el deseo de que el mundo cambie y la promesa de que se creará un mundo de justicia, de paz y de bien, está presente en todas partes: por ejemplo, en la política todos hablan de la necesidad de cambiar el mundo, de crear un mundo más justo. Y precisamente esto es expresión del deseo de que haya una liberación de la contradicción que experimentamos en nosotros mismos.

Por tanto, el hecho del poder del mal en el corazón humano y en la historia humana es innegable. La cuestión es: ¿Cómo se explica este mal? En la historia del pensamiento, prescindiendo de la fe cristiana, existe un modelo principal de explicación, con algunas variaciones. Este modelo dice: el ser mismo es contradictorio, lleva en sí tanto el bien como el mal. En la antigüedad esta idea implicaba la opinión de que existían dos principios igualmente originarios: un principio bueno y un principio malo. Este dualismo sería insuperable: los dos principios están al mismo nivel, y por ello existirá siempre, desde el origen del ser, esta contradicción. Así pues, la contradicción de nuestro ser reflejaría sólo la contrariedad de los dos principios divinos, por decirlo así.

En la versión evolucionista, atea, del mundo vuelve de un modo nuevo esa misma visión. Aunque, en esa concepción, la visión del ser es monista, se supone que el ser como tal desde el principio lleva en sí el bien y el mal. El ser mismo no es simplemente bueno, sino abierto al bien y al mal. El mal es tan originario como el bien. Y la historia humana desarrollaría solamente el modelo ya presente en toda la evolución precedente. Lo que los cristianos llaman pecado original sólo sería en realidad el carácter mixto del ser, una mezcla de bien y de mal que, según esta teoría, pertenecería a la naturaleza misma del ser. En el fondo, es una visión desesperada: si es así, el mal es invencible. Al final sólo cuenta el propio interés. Y todo progreso habría que pagarlo necesariamente con un río de mal, y quien quisiera servir al progreso debería aceptar pagar este precio. La política, en el fondo, está planteada sobre estas premisas, y vemos sus efectos. Este pensamiento moderno, al final, sólo puede crear tristeza y cinismo.

Así, preguntamos de nuevo: ¿Qué dice la fe, atestiguada por san Pablo? Como primer punto, la fe confirma el hecho de la competición entre ambas naturalezas, el hecho de este mal cuya sombra pesa sobre toda la creación. Hemos escuchado el capítulo 7 de la carta a los Romanos, pero podríamos añadir el capítulo 8. El mal existe, sencillamente. Como explicación, en contraste con los dualismos y los monismos que hemos considerado brevemente y que nos han parecido desoladores, la fe nos dice: existen dos misterios de luz y un misterio de noche, que sin embargo está rodeado por los misterios de luz. El primer misterio de luz es este: la fe nos dice que no hay dos principios, uno bueno y uno malo, sino que hay un solo principio, el Dios creador, y este principio es bueno, sólo bueno, sin sombra de mal. Por eso, tampoco el ser es una mezcla de bien y de mal; el ser como tal es bueno y por eso es un bien existir, es un bien vivir. Este es el gozoso anuncio de la fe: sólo hay una fuente buena, el Creador. Así pues, vivir es un bien; ser hombre, mujer, es algo bueno; la vida es un bien. Después sigue un misterio de oscuridad, de noche. El mal no viene de la fuente del ser mismo, no es igualmente originario. El mal viene de una libertad creada, de una libertad que abusa.

¿Cómo ha sido posible, cómo ha sucedido? Esto permanece oscuro. El mal no es lógico. Sólo Dios y el bien son lógicos, son luz. El mal permanece misterioso. Se lo representa con grandes imágenes, como lo hace el capítulo 3 del Génesis, con la visión de los dos árboles, de la serpiente, del hombre pecador. Una gran imagen que nos hace adivinar, pero que no puede explicar lo que es en sí mismo ilógico. Podemos adivinar, no explicar; ni siquiera podemos narrarlo como un hecho junto a otro, porque es una realidad más profunda. Sigue siendo un misterio de oscuridad, de noche.

Pero se le añade inmediatamente un misterio de luz. El mal viene de una fuente subordinada. Dios con su luz es más fuerte. Por eso, el mal puede ser superado. Por eso la criatura, el hombre, es curable. Las visiones dualistas, incluido el monismo del evolucionismo, no pueden decir que el hombre es curable; pero si el mal procede sólo de una fuente subordinada, es cierto que el hombre puede curarse. Y el libro de la Sabiduría dice: "Las criaturas del mundo son saludables" (Sb 1, 14).

Y finalmente, como último punto, el hombre no sólo se puede curar, de hecho está curado. Dios ha introducido la curación. Ha entrado personalmente en la historia. A la permanente fuente del mal ha opuesto una fuente de puro bien. Cristo crucificado y resucitado, nuevo Adán, opone al río sucio del mal un río de luz. Y este río está presente en la historia: son los santos, los grandes santos, pero también los santos humildes, los simples fieles. El río de luz que procede de Cristo está presente, es poderoso.

Hermanos y hermanas, es tiempo de Adviento. En el lenguaje de la Iglesia la palabra Adviento tiene dos significados: presencia y espera. Presencia: la luz está presente, Cristo es el nuevo Adán, está con nosotros y en medio de nosotros. Ya brilla la luz y debemos abrir los ojos del corazón para verla, para introducirnos en el río de la luz. Sobre todo, debemos agradecer el hecho de que Dios mismo ha entrado en la historia como nueva fuente de bien. Pero Adviento quiere decir también espera. La noche oscura del mal es aún fuerte. Por ello rezamos en Adviento con el antiguo pueblo de Dios: "Rorate caeli desuper". Y oramos con insistencia: Ven Jesús; ven, da fuerza a la luz y al bien; ven a donde domina la mentira, la ignorancia de Dios, la violencia, la injusticia; ven, Señor Jesús, da fuerza al bien en el mundo y ayúdanos a ser portadores de tu luz, agentes de paz, testigos de la verdad. ¡Ven, Señor Jesús!

Fuente: Vaticano (ES) (IT) (EN)